El juez y el historiador

Durante un cierto tiempo, en la Universidad de Granada, era bastante frecuente que los estudiantes de la Facultad de Derecho se inscribiesen en unos cursos de Historia en la vecina Facultad de Filosofía y Letras. No recuerdo si tenían reflejo en los expedientes escolares las notas obtenidas en estos estudios complementarios. Pero desde luego era una prueba del interés de los futuros juristas por los hechos de la historia.

Un buen especialista en cualesquiera de las disciplinas del mundo del derecho debe sentir preocupación por la historia y, de forma especial, por la historia de su nación. «Somos lo que somos gracias a quienes nos antecedieron en nuestros afanes y quehaceres», suele afirmarse sin réplica alguna. El profesor Enrique Gómez Arboleya, maestro grande, inolvidable, nos decía algo que en un primer momento nos sorprendía a los alumnos: «Si Aristóteles no hubiese existido, nosotros no seríamos nosotros». Ahora, transcurridos más de sesenta años de aquellas lecciones magistrales, me doy plena cuenta de que llevaba razón.

El ciudadano, se dedique al oficio o profesión que fuere, tiene derecho a conocer lo que un día ocurrió, o pudo ocurrir, en los lugares de sus circunstancias vitales. Y la investigación de cada uno puede ampliarse hasta hechos lejanos, si con ello adquiere para él un determinado sentido su trayectoria en la vida.
A los andaluces, por ejemplo, nos anima saber que en el siglo XI se disfrutaba en nuestra tierra de una alta calidad de vida. Quizás por eso el profesor Jaime Vicens Vives, el mejor historiador catalán que conocí durante mis años de catedrático en Barcelona, me pasó amistosamente unas páginas de uno de sus libros. El texto se encabeza con este título: «Córdoba, capital del mundo». Y Vicens Vives afirmaba: «Córdoba, la capital de este mundo, irradiaba prosperidad y elegancia. Circulaba el oro con profusión, y las monedas musulmanas, saltando las fronteras del mundo cristiano, señalaban hasta dónde llegaba la influencia exacta del islam español (...) Al Andalus fue, sin disputa, el Estado más poderoso de Europa. Sus destellos deslumbraban a las bárbaras cortes europeas».

De forma sorprendente, el mismo periódico que me imputó unas ofensas a Cataluña por haber recordado yo en una conferencia «las fuentes de Granada», inexistentes durante el siglo XI en otras regiones de peor calidad de vida, publica el 24 de julio de 2005 una fotografía del Patio de los Arrayanes con el siguiente texto: «Patio de los Arrayanes, el placer del agua. En el reino nazarí de Granada, la cultura hispanomusulmana alcanza su punto de mayor refinamiento. El agua, que era para los hispanomusulmanes un elemento sabiamente administrado en la agricultura, se convierte además, en el reino de Granada y muy especialmente en la Alhambra, en motivo de belleza y placer».

Dos años antes, siendo presidente del TC, tuve que comparecer ante el Tribunal Supremo por unas supuestas infravaloraciones de Cataluña por carecer en la Edad Media de «surtidores de agua». El Supremo se pronunció por unanimidad a mi favor.

Los españoles tenemos derecho a conocer nuestra historia, tanto la de hechos recientes como la de sucesos lejanos. Y los poderes públicos han de prestar su ayuda en esa labor esclarecedora. Sin embargo, la investigación histórica es algo radicalmente distinto de la investigación judicial. Esta última tiene una serie de principios y normas que en un Estado de Derecho hay que respetar y cumplir. El juez no puede convertirse en historiador, igual que el historiador, por muchas pruebas que obtenga en su labor, no está legitimado para dictar sentencias.

Las instrucciones judiciales no pueden ser causas generales. El descubrimiento de la «verdad real» no ha de conseguirse a cualquier precio. Las leyes procesales marcan al juez el camino que debe seguir. Sin ellas, las solemnes proclamaciones constitucionales perderían eficacia, quedándose en preceptos meramente nominales. Desde la perspectiva constitucional, el denominado «garantismo», o doctrina favorable a anteponer las garantías de derechos y libertades, ha de tener plena observancia en el ámbito jurídico-penal.
Y es que la lucha por un proceso penal público, acusatorio, contradictorio y con todas las garantías, iniciada en la Europa continental durante la segunda mitad del siglo XVIII frente al viejo proceso inquisitivo del antiguo régimen, se prolonga hasta nuestros días.

No podemos olvidar que nos encontramos en el siglo XXI. Administrar Justicia es una tarea tan difícil, tan delicada, que sólo con mano temblorosa puede el ser humano acercarse a valorar lo que los jueces deciden.
Difícil, delicada y eximia en nuestra Civilización fué considerada siempre la misión de los jueces. Ya en la Biblia, y de los hechos narrados en el Libro de los Jueces, se deduce que fueron así considerados los que en determinados tiempos reivindicaron la libertad del pueblo y restablecieron el derecho. Entre los israelitas el cargo era carismático, que Dios en su libre voluntad encomendaba a alguno para salvar al pueblo, o a alguna de las tribus, de la dominación extranjera.

Al juez, además, incumbía mostrar el camino de vida a seguir (Jueces 2, 16-17). Por eso el cometido de juez pudo compaginarse con el profético, como lo prueba el caso de Débora y el de Samuel. Todo esto lo explica bien Benjamín Nespon Wambacq en el Diccionario Bíblico de Spadafora.

Era otro mundo. La secularización del convivir moderno ha afectado también a los jueces. La pérdida de la cobertura divina obliga ahora a ganar la legitimidad de ejercicio a quienes siguen desempeñando la gran misión de dar a cada uno lo suyo, una vez desprovistos de la legitimidad de origen ultraterrena.

Una investigación judicial actual que se olvida de los principios y normas que la regulan se convierte en una tramitación de características «cuasi demoníacas», en el sentido que el demonio tiene en el pensamiento griego clásico, como violador de las reglas de la razón en nombre de una luz trascendente que es no sólo del orden del conocimiento, sino también del orden del destino; ámbito universal de la investigación, una causa general que se convierte en el cauce de cualquier denuncia de hechos sin la más mínima relación con el objeto del proceso penal.

Debemos animar -y ayudar en lo posible- a los historiadores que nos iluminan el pasado, pero hay que cerrar la puerta a cualquier juez o magistrado que se crea en una época lejanísima, en los días del Antiguo Testamento, menospreciando los principios y normas de su oficio en un Estado de Derecho contemporáneo.

Manuel Jiménez de Parga