El juez y su lenguaje

La Real Academia Española, presidida por el gran jurista Santiago Muñoz Machado, quien, por cierto, acaba de ofrecernos un extraordinario Cervantes, dice que el lenguaje es el estilo y modo de hablar y escribir que cada uno tiene en particular. Esta definición me pone en el camino del asunto que hoy me propongo tratar, pues se viene observando con mayor frecuencia de la que fuera de desear, la obstinada despreocupación de algunos jueces hacia la herramienta que manejan, o sea, la palabra. Si estas breves líneas sirvieran, al menos, para hacer pensar durante diez minutos en el fenómeno que lamento, mi propósito se habría cumplido.

Lo mismo que en muchos oficios las palabras de un juez son el soporte de las ideas y de ahí que deban reunir las mismas condiciones que otras, como, por ejemplo, las del periodista, el profesor o el político, con lo cual me pregunto si acaso para el lenguaje judicial no podrían servir las tres condiciones que Pedro Laín Entralgo asignaba a las buenas maneras parlamentarias.

En primer lugar, competencia, en el sentido de que sólo debe hablarse de aquello que se sabe; a continuación, claridad, pues es feo vicio decir una cosa dentro de otra; y finalmente, dignidad, lo cual no debe confundirse con la altisonancia y, por el contrario, sí con la sencillez.

Hubo un tiempo en que el Derecho y la literatura eran tan idénticos que, como el filólogo Jacob Grimm afirmaba, uno y otra se mecían en la misma cuna. Incluso Stendhal en una carta que escribió a Balzac y que puede leerse en el tomo III de su ‘Correspondance’, llegó a reconocer que mientras escribía ‘La Cartuja de Parma’, todos los días, para mejorar el estilo, leía tres páginas del Código Civil de Napoleón. Algo muy parecido dijo Miguel Delibes cuando confesó que él aprendió a manejar el adjetivo estudiando los manuales de Derecho Mercantil de Joaquín Garrigues.

Las palabras de un juez son para convencer y a mayor calidad, mayor resistencia. Algunos jueces, los que han leído a los clásicos y que seguro son más de los que se piensa, saben que la democracia nació en Grecia y allí el arte de decir bien era el arte de persuadir. Los jueces no deben sentenciar como manuales ni como grandes tratados, sino fallar como hombres y haciendo coincidir la claridad gramatical con la legal. Esto es tan obvio como aquello de que quien sabe y se explica confusamente, es igual que si no pensara.

En un juez la palabra, sea oral o escrita, es la herramienta con la que hace su trabajo, aunque para algunos estas cosas no pasen de ser pura metáfora. Los jueces son narradores de realidades y todavía hay sentencias con relatos de hechos probados y razonamientos jurídicos que producen sorpresa y desazón, a partes iguales. Eso por no hablar de fórmulas forenses enigmáticas e intimidantes, verbigracia, «se le cita a usted con el apercibimiento de que de no comparecer le parará el perjuicio a que ha lugar en derecho», o de esas muletillas saturadas de mal gusto, por ejemplo, «con lo cual el acto se da por terminado y el juez firma con las partes», sin especificar qué partes, si procesales o corporales.

Cuando se juzga no siempre se puede lograr una claridad total, pues a menudo se topa con tecnicismos que lo impiden, pero sí es menester escribir de modo que se entienda. Quizá sea suficiente con algo tan sencillo como evitar la ambigüedad, buscar la quintaesencia o, con un poco de maña, esquivar los pies forzados de los gerundios, aunque, a decir verdad, lo malo no son los gerundios que, por cierto, siguen empleándose en preámbulos y exposiciones de motivos de textos legales internacionales. Ni mucho menos esto es lo peor. Lo que produce auténtico desasosiego es la puntuación preterida, el léxico despreciado, la sintaxis torturada o la ortografía maltratada. He aquí el drama, defectos que, según Raúl del Pozo, otro artesano de la palabra, son propios del lenguaje enrevesado de los jueces de palo.

No se trata, por tanto, de exigir a nuestros jueces que manejen la pluma como el Príncipe de los Ingenios. Sin embargo, lo que sí es posible y hasta necesario es que las resoluciones judiciales se hagan con palabras regidas por cánones gramaticales y semánticos. Si el juez está obligado a aplicar las leyes, sin duda que la tarea será más grata si su sentencia está bien escrita. Un mismo concepto, una misma decisión se pueden expresar en prosa torpe o de forma brillante. Nada tan horrible como el estilo pedregoso o descoyuntado de tantos escritos forenses o ‘fallos judiciales’ y nunca mejor dicho.

No menos preocupante son las faltas de consideración o de respeto a los destinatarios de la decisión judicial, lo que es infrecuente, pero no inexistente. Las sentencias deben redactarse para explicar la justicia que se otorga o se deniega y sobran los malos modales, las divagaciones o los malabarismos. Si esto se hace y a las palabras se las tiñe y destiñe a capricho o voluntad, el autor debe saber que, tarde o temprano, sus torpes garabatos lo dejarán en cueros, lo cual también acaece cuando el papel de oficio se utiliza para ajustar cuentas, vaciar malhumores u otras miasmas no menos insanas. ‘Ne quid nimis’, nada de exceso, lo que significa que las extravagancias no puede salir de la pluma de un juez. No se olvide que en la escritura del juez hay dos peligros en constante acecho: la palabrería, que es incendio difícil de apagar, y la zafiedad, que es la senda que conduce a la linde misma del ridículo.

Hace algunos años la Escuela Judicial editó un libro de recomendaciones para decir bien el derecho, pues no en vano jurisdicción viene de ‘iusdicere’. Sería deseable que en ese centro de estudios, verdadera factoría de ilusionados jueces, se enseñase no sólo derecho sino también lingüística y me consta el interés del CGPJ en lograr que el lenguaje judicial esté a la altura de tan digna profesión. Las buenas palabras judiciales son indicio de la categoría de quien las pronuncia o escribe y hay que quitar el vértigo a escribir algo distinto a un modelo impreso o informatizado, esa nueva técnica judicial a la que se agarra como una lapa el jurista de estrecho entendimiento y baja formación. Nada tengo en contra de la informática judicial. Todo lo contrario, pero, como en otras muchas cosas, el término medio jamás debe perderse, como tampoco hay que dar la espalda a las ventajas que el progreso regala, pero sin olvidar que además de los conocimientos en internet, también hay libros repletos de sabiduría.

-Después de oírle, ¿la justicia es la palabra?

-Hombre, no afirmo tanto. Lo que quiero decir es que la justicia aunque no se habla, sin embargo, sí que se imparte con palabras, se administra con palabras.

-Pues sigo como estaba.

-Verá. Lo que quiero explicarle es que la palabra de un juez ha de ser reflejo de la justicia, y debajo de la palabra debe habitar la idea que la da sentido.

-Y de los adjetivos en la justicia, al estilo de justicia democrática, juez progresista o conservador, ¿qué opina?

-Que con el sustantivo chirrían.

«¡Oh!, pues si no me entienden, no es maravilla que mis sentencias sean tenidas por disparate. Pero no importa; yo me entiendo y sé que no he dicho muchas necedades en lo que he dicho, sino que vuestra merced, señor mío, siempre es friscal de mis dichos». El lector sabe que estas palabras son de Sancho a raíz de que Don Quijote le aleccionase de que aquellos que gobiernan ínsulas, por lo menos han de saber gramática. ¡Cervantes, siempre Cervantes!

Javier Gómez de Liaño es abogado

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