El jugador que siempre pierde

Dos años después del inicio formal del proceso secesionista en Cataluña, conviene recordar las palabras que Agustí Calvet, «Gaziel», publicó en La Vanguardia el 19 de octubre de 1934, días después del golpe de Estado del 6 de octubre protagonizado por Lluís Companys. En el artículo –titulado Lagraninterrogación– Gaziel escribe lo siguiente: «Yo me decía muchas veces: “¿Por qué Cataluña pierde y ha perdido siempre?”. Y no llegaba a entenderlo. Pero cuando en una casa de juego os dicen, señalando a un jugador: “¿Ve usted ese hombre? Pierde siempre, invariablemente, todos los días, sin remisión, cuantas veces coge los naipes y se pone al tapete”. Cuando os digan eso, desconfiad en seguida. No son los naipes, no es la suerte: es el hombre quien falla. Colocaos atentamente a su espalda y observad su juego. Veréis que su suerte es, poco más, poco menos, la de todo jugador con sus buenas y malas rachas. Quizás tenga ese, en realidad, un poquitín más de desgracia. Pero, en definitiva, el desgraciado es él, porque hasta cuando tiene los mejores naipes, pierde la partida». En definitiva, Cataluña o el jugador que siempre pierde. Por méritos propios. Porque, Cataluña –como afirmó el propio Gaziel en otro artículo titulado El desconsuelo, 1944–, «lanza espadas cuando debería lanzar oros, y envida cuando hay que pasar, y no acierta ni una».

Ochenta años después, Cataluña –otra vez por obra y gracia del nacionalismo catalán– encarna, de nuevo, la figura del jugador que siempre pierde. Conviene preguntarse el porqué de ese «no acertar ni una» que lleva a «lanzar espadas cuando debería lanzar oros» y a «envidar cuando hay que pasar». Y conviene preguntarse, también, por el qué hacer en semejante coyuntura.

Dos razones fundamentales explicarían la razón por la cual, por enésima vez, «Cataluña pierde la partida». En primer lugar, porque continúa instalada en el estadio de multitud. En segundo lugar, porque el nacionalismo catalán gobernante está aquejado de un complejo de superioridad política y moral que lo convierte en irrefutable por definición justificando así cualquiera de sus despropósitos y fantasías. Todo ello, envuelto con el celofán del tacticismo populista.

Políticamente hablando, Cataluña continúa instalada en el estadio de multitud. Por su propia naturaleza esencialista y providencialista, el nacionalismo catalán concibe Cataluña, no como una suma de individualidades que conforman una colectividad cívica de derechos y deberes bajo el imperio de la Ley, sino como un alma colectiva en marcha hacia la llamada «construcción o reconstrucción nacional».

El nacionalismo catalán de hoy recuerda al obispo Torras i Bages que, en 1892, en su obra La tradicióncatalana, hablaba del espíritu nacional catalán como «cor unum et anima una» y aspiraba al «unum necessarium o forma substancial de la nación catalana». En este contexto en que el sujeto desaparece transformándose en multitud, el comportamiento político devine prepolítico o antipolítico en la medida que obedece a la emoción, la sensación y la sugestión que emana de quienes guían el movimiento. Cosa que religa a la multitud convirtiéndola en un todo movido por la fe en la nación catalana. Vale decir que el estadio de multitud –eso busca el nacionalismo catalán– genera determinadas conductas «nacionales» –automáticas y ritualizadas– que favorecen los objetivos de la causa. Pero, no todo es psicología o sociología de masas. La política, claro está. En el estadio de multitud, el poder político –el nacionalismo catalán, en este caso– recalienta el ambiente, excita al ciudadano con fantasías supuestamente al alcance de la mano y, finalmente, desafía –en beneficio propio– al Estado y la legalidad democrática. Cosa que suele tener sus consecuencias. Por eso, «Cataluña pierde la partida».

El nacionalismo catalán está aquejado de un complejo de superioridad política y moral. Por su propia naturaleza esencialista y providencialista, el nacionalismo catalán se cree irrefutable por definición. Nada ni nadie –por decirlo en términos popperianos– puede «falsar» la ideología, los valores y la misión nacionalistas. El «síndrome de la nación elegida», en palabras del historiador John H. Elliott. Pero, no todo es epistemología. De nuevo, la política. Desde el púlpito, el nacionalismo catalán excomulga a los infieles y su concepción y proyecto de y para Cataluña, siempre en pecado original permanente. Este complejo de superioridad explica un nacionalismo castizo –de buen origen y casta– que piensa en términos de propio/impropio y de inclusión/exclusión. Dentro del marco conceptual del nacionalismo catalán, todo –irrefutable por definición– tiene y cobra sentido; fuera del mismo, nada tiene ni cobra sentido. Dentro, lo propio y natural; fuera, lo impropio y ajeno. Cosa que suele tener sus consecuencias. Por eso, «Cataluña pierde la partida».

Y no hay que olvidar el celofán populista que envuelve todo ello. Un populismo –de hecho, un tacticismo para conservar el poder que ha atrapado a Artur Mas en un jardín de cardos– que se mueve en el seno de una singular dialéctica desestabilizadora que cuestiona las instituciones y la legalidad al tiempo que magnifica la insatisfacción social y política que pueda existir a mayor gloria del oportunismo político. A eso se llama irresponsabilidad. Una irresponsabilidad que alcanza a quien seduce, a quien colabora en la tarea, a quien se deja embaucar por un «proceso» que conduce a la radicalización, la división social y la frustración . Por eso, «Cataluña pierde la partida». Cataluña no puede seguir siendo el jugador que siempre pierde. Para ello, hay que superar el estadio de multitud y abandonar el complejo de superioridad y el celofán populista. Se necesita una Cataluña desnacionalizada –plural– que supere las inercias y los tics antifranquistas todavía presentes, que se instale definitivamente en el siglo, que no sienta nostalgia de una supuesta identidad perdida, que entienda que se puede ser catalán de muchas maneras, que se ocupe y preocupe por la existencia y no por una esencia que no existe. La política catalana ha de pensar en términos de legalidad y ciudadanía asumiendo que el Estado de derecho y los intereses del ciudadano están por encima de cualquier abstracción o fantasía. Cataluña debe recuperar la affectiosocietatis perdida. Es decir, el proyecto común, la confianza mutua y la lealtad que el «proceso de transición nacional» –la secesión– impulsado por el nacionalismo catalán podría difuminar. Hay que recuperar el seny y la colaboración leal con la empresa colectiva de la España liberal democrática. Una España que –digan lo digan los irredentos y temerarios de turno– es la de todos y la que nos beneficia a todos.

Cataluña debe jugar bien sus cartas. No puede ser que «hasta cuando tiene los mejores naipes, pierde la partida». Para no perder la partida, Cataluña debe recuperar el sentido de la realidad y el sentido de la legalidad, porque –como señala Gaziel en el mismo artículo– «las cosas disparatas suelen acabar mal». Así ha sucedido en Cataluña. Otra vez Gaziel, para terminar (o empezar): «La historia de Cataluña es esto: cada vez que el destino nos coloca en una de esas encrucijadas decisivas, en que los pueblos han de escoger, entre varios caminos, el de su salvación o encumbramiento, nosotros, los catalanes, nos metemos, fatalmente, estúpidamente, en el que conduce al despeñadero».

Miquel Porta Perales, escritor.

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