Por Álvaro Delgado-Val (ABC, 09/10/03):
Sucesos recientes, y enormemente sonados, acaban de dar alas a quienes han censurado siempre que nueve legos escogidos al azar pudieran decir la última palabra en un proceso judicial. Yo no estoy tan convencido como los antijuradistas fogosos de que el pinchazo de Mijas depare un mensaje de valor probatorio inequívoco. Puesto que no sólo falló el jurado. Lo hicieron también, y clamorosamente, el juez instructor y el presidente del tribunal. O sea, los peritos en derecho. Aunque sólo fuera por un imperativo de equidad, el análisis debería desarrollarse en términos más sosegados, más espaciosos. No deseo, no obstante, entrar en el laberinto de la política práctica. Mi urgencia es de naturaleza más bien teórica. Me importa criticar el argumento que con más frecuencia se ha esgrimido para invocar la necesidad ética del jurado. La crítica es urgente porque el argumento no es parcial o levemente defectuoso. Es... desastrosamente defectuoso. Y revela confusiones que interesan a la propia concepción de la democracia. Hecha la salva, voy al grano.
El argumento a que me refiero reza, más o menos, como sigue: dado que la democracia es buena porque el pueblo, en último extremo, tiende a elegir lo correcto, no se comprende que una democracia no confíe en el criterio popular llegado el trance de decidir quién es culpable o inocente de un cargo determinado. María Teresa Fernández de la Vega, secretaria de Estado de Justicia cuando estaba rodando por las Cortes la ley que estableció el jurado en el 95, compendió este punto de vista con contundencia admirable: «si trasladáramos al propio sistema democrático las dudas sobre el jurado, nos escandalizaríamos».
Pues no, no hay que escandalizarse. Enumeraré dos condiciones que son esenciales al funcionamiento normal de una democracia. Y demostraré que estas condiciones no se cumplen en el caso del jurado.
Uno de los factores que inyectan eficacia en las democracias está relacionado con lo que los matemáticos denominan «ley de los grandes números». La ley de los grandes números asevera que la frecuencia con que se produce un resultado X se acerca a la probabilidad objetiva de X, después de realizar el experimento muchas veces. Por ejemplo: la frecuencia con que un dado, luego de rodar por el tapete, enseña el cuatro, se aproximará a un sexto tras una serie dilatadísima de lanzamientos del dado. Si sólo lanzamos el dado doce veces, nada garantiza que el cuatro vaya a aparecer justo en dos ocasiones.
Apliquemos el cuento a la democracia. Lo que abusivamente se conoce como «voluntad popular», es el fruto de millones de sufragios. Estoy dispuesto a admitir, por completo dispuesto, que es complicado aprobar moralmente la democracia, sin sentir una confianza mínima en el ser humano. Una confianza, convendría añadir, no exenta de desconfianza. En efecto, sabemos que el hombre inveterado en el poder propende a volverse loco. Y no es uno de los méritos menores de la democracia, el que permita derribar al loco ritualmente, sin derramamiento de sangre. Señalado esto, acepto la mayor: es necesario, sí, creer en el ser humano a fin de creer en la democracia. Hemos de creer que el hombre, en promedio, no es vesánico, ni excesivamente tonto, ni insufriblemente cruel. Téngase en cuenta, con todo, que he utilizado la cláusula «en promedio». La cláusula implica una reserva: no se excluye que, confundidos con la multitud, haya muchos hombres tontos, vesánicos o crueles. Los tontos, vesánicos o crueles no están, además, recluidos en la cárcel o en el siquiátrico. Andan por ahí, y sientan plaza de normales. ¿Qué nos salva de este ejército oculto? La ley de los grandes números. Votan millones, y ello nos lleva a esperar que no se impondrán los frenéticos, por mucho que estos abulten en términos absolutos.
La muestra en que consiste un jurado se compone, sin embargo, de nueve individuos. Un nueve pelado. ¿Cuál es aquí la variable significativa? Hay varias. El sentido común es una variable relevante. El desapasionamiento, otra. La sintonía con los valores consagrados por la Constitución, otra. Si estas variables no hacen masa crítica en el jurado, el jurado será una ruleta rusa. Pero aquí no nos salva la ley de los grandes números, porque nueve es un número muy pequeño. Ergo, el optimismo antropológico que inspira al demócrata, no es aplicable al jurado. Luego no hay razones para propugnar la institución del jurado, a partir de las razones que consolidan la fe en la democracia. Fin de la objeción.
La segunda objeción parte de una consideración más profunda todavía. Un alegato indiscutible en favor de la democracia, es que los comicios proporcionan una radiografía razonablemente precisa de la sociedad. Torna a intervenir aquí, por cierto, la ley de los grandes números. La cosecha millonaria del voto se traduce en escaños, los cuales representan con bastante justeza el peso de los intereses, prioridades e inclinaciones del electorado. Si los gobiernos se formaran a partir de una muestra de nueve ciudadanos, podría salir cualquier disparate. Los nueve ciudadanos podrían pertenecer todos a una misma rama de la industria. O resultar, sin excepción, pensionistas. O constructores. O ecologistas militantes. La muestra no arrojaría un balance fiable de la sociedad. Por fortuna, la encuesta democrática es amplísima, y encierra un alto valor indiciario. ¿Indiciario... de qué? ¿De lo que quiere la sociedad? No. No hay una cosa única, compacta, infrangible, que la sociedad quiera. La sociedad como un todo indivisible es un mito rousseauniano, en el que ya sólo pueden creer los niños o los orates. Lo que el voto refleja es lo que se ha afirmado hace un momento: qué cosas quieren, mejor, qué cosas incompatibles quieren, los distintos sectores de la sociedad. Y como estas cosas son eso, incompatibles, sólo se logra atar cabos en una democracia con el concurso de los partidos.
Los partidos pactan, arreglan, pastelean. Los partidos resuelven en mayorías parlamentarias lo que al principio eran espasmos contradictorios del cuerpo social. Gracias a los partidos se evitan las confrontaciones violentas entre el «sí» y el «no», entre un programa y otro programa, entre unos intereses y otros intereses. Cuando los partidos fallan, estalla la discordia civil. Sin el cojinete de los partidos, las democracias no durarían ni un minuto.
¿Existe un colchón de seguridad equivalente en el caso del jurado? La pregunta es eminentemente idiota. El jurado no expresa intereses, sino que emite veredictos. Cumple en consecuencia una función radical, categorialmente distinta, de la que se reclama del pueblo en una democracia de partidos. La defensa «democrática» del jurado no tienen nada que ver, en consecuencia, con nuestra democracia. O sea, con la democracia de partidos. El modelo de referencia de los juradistas es, otra vez, Rousseau. Un modelo anterior a la democracia de facto, e inconciliable con la democracia de facto. ¿Se está por el jurado? Enhorabuena. Pero cámbiese, rápido, la partitura, porque la democrática no sirve.