Exactamente igual que el huracán Katrina propinó un golpe fatal a la credibilidad del presidente George W. Bush en el segundo año de su segundo mandato, la cuestión más candente hoy día es si el vertido de petróleo de BP acarreará una suerte parecida al Gobierno del presidente Barack Obama en el segundo año de su primer -y potencialmente único- mandato.
Como en el caso del Katrina, esta crisis se ceba en el litoral norteamericano del Golfo de México. Las autoridades federales, estatales y locales están superadas. Aunque el ritmo al que evoluciona actualmente la catástrofe se ha vuelto más lento, sus consecuencias van a ser más graves.
Al principio, los dedos acusadores se centraron en gran medida en el sector privado, es decir, en BP y en las empresas suministradoras de servicios al sector petrolero que BP había contratado. Sin embargo, la indignación pública ha empezado a volverse contra el Gobierno Obama, especialmente cuando se ha descubierto que ha habido organismos federales que han sido cómplices en la facilidad con que el sector privado se ahorra costes y trámites. Para salvar la cara, Obama ha aceptado la plena responsabilidad por la catástrofe.
Sencillamente, no tenía otra opción. A pesar de las declaraciones de que está pendiente de lo que ocurre y de las visitas en persona a las zonas afectadas, la percepción de un presidente que reacciona con lentitud e indecisión, alejado de la realidad, ha empezado a minar su credibilidad.
En cuanto sintió la presión, Obama se lanzó a la ofensiva contra BP.
Unas manifestaciones y unos ataques irresponsables y populistas, que echaban todas las culpas sobre BP y su máximo responsable, Tony Hayward, han hecho caer la presidencia de Obama a sus cotas más bajas.
A cambio de un beneficio político a corto plazo, ha contribuido a hacer que BP perdiera prácticamente la mitad de su valor en bolsa.
Amenazar la supervivencia de la petrolera británica y multiplicar el riesgo de que quiebre han sido sencillamente una temeridad. A fin de cuentas, BP había aceptado plenamente su responsabilidad y estaba dispuesta a pagar los daños sin discutir. Erosionar su capacidad de hacerlo ha sido lisa y llanamente una simpleza, sobre todo cuando cerca del 40% de sus accionistas son ciudadanos de nacionalidad estadounidense.
El populismo temerario de la Administración Obama ha puesto incluso en peligro los lazos entre los Estados Unidos y el Reino Unido. Se hizo necesaria la intervención personal del nuevo primer ministro británico, David Cameron, para rebajar las tensiones. De las negativas consecuencias para las relaciones bilaterales en el caso de que las tensiones se prolongaran salió un entendimiento mutuo. Sin embargo, está lejos de ocurrir lo mismo con los medios de comunicación de ambos países. La influencia de la prensa y su capacidad para excitar la presión de la opinión pública es una preocupación permanente para las clases políticas, porque puede obligarles a hablar o actuar de forma contraproducente.
En una reciente reunión celebrada en la Casa Blanca con directivos de BP, Obama fue capaz de convencer a la compañía de que suspendiera el pago de dividendos a sus accionistas y constituyera un fondo de 20.000 millones de dólares para pagar indemnizaciones y la limpieza del vertido de petróleo.
Eso le ha proporcionado a Obama una breve tregua de la opinión pública. La comparecencia de un Tony Hayward, presidente ejecutivo de BP, más bien abatido ante un comité del Congreso de los Estados Unidos contribuyó aún más a rebajar las presiones sobre la Casa Blanca.
Hayward se convirtió en el saco de todos los golpes de unos legisladores que aprovecharon para obtener un máximo de rendimiento político.
Obama intentó una vez más recuperar la iniciativa mediante un discurso dirigido a toda la nación a la hora de máxima audiencia televisiva. A pesar de su poderosa oratoria, Obama estuvo lejos de resultar convincente. Va a tener que seguir luchando para crear la impresión de que tiene la situación bajo control.
Ni el presidente ni sus discursos pueden determinar la trayectoria de la crisis. En último término, una parte muy considerable de su destino político y de las consecuencias del problema están en manos de fuerzas que se encuentran fuera de su control.
No cabe duda de que este vertido es el más dañino de la Historia de los Estados Unidos en el plano medioambiental. Es posible que siga así hasta agosto. Ante las predicciones meteorológicas de que la próxima temporada de huracanes puede terminar siendo la peor de las que se tiene constancia histórica, las consecuencias puede que terminen siendo aún más desastrosas. La amenaza al futuro político de Obama se incrementa de manera espectacular ante los daños ecológicos a las costas de Florida, donde el turismo es una fuente fundamental de ingresos. Por tratarse del cuarto estado más grande de los Estados Unidos y el principal de los estados veleta (aquellos que en las elecciones cambian de preferencias entre partidos con facilidad), Obama no puede permitirse el lujo de perder Florida en el terreno político. Su situación aún se vería más comprometida si la corriente del Golfo arrastra los restos del vertido a lo largo del sureste de los Estados Unidos, hacia Carolina del Norte, antes de dispersarlos en el océano Atlántico.
Si no se consigue detener el vertido con rapidez o si no se reduce de manera importante, el presidente va a tener que hacer frente a un verano largo, candente y políticamente decisivo. Cualquier beneficio que parezca que ha obtenido de sus iniciativas legislativas o de las medidas adoptadas contra BP se desvanecerá rápidamente. El peor escenario sería una pérdida permanente e irreversible de credibilidad que convertiría su mandato presidencial en tiempo perdido cuando han transcurrido menos de dos años de su toma de posesión.
Mientras el presidente Obama pelea por recuperar la iniciativa política a escala nacional, el gobernador de Luisiana, Bobby Jindal, está tratando de coger el máximo impulso a escala local. Sin perder de vista un posible cambio de rumbo de la situación política en la escena nacional, el gobernador, de 38 años, pretende transformar esta crisis en una oportunidad de recuperar y aumentar el capital político que perdió con su deslucida respuesta oficial, en nombre del Partido Republicano, al discurso de Obama ante el Congreso en febrero de 2009.
Por otra parte, su actitud de tomar la iniciativa se ve todavía más favorecida por el recuerdo de la ineptitud de su predecesora en el cargo ante el huracán Katrina. Jindal debe evitar también el error de la entonces gobernadora, Kathleen Blanco, de enfrentarse directamente a la Casa Blanca.
Lo mejor para los intereses del señor Jindal, de sus electores y de la nación es que el gobernador se centre exclusivamente en la crisis y en lo que hay que hacer. Un liderazgo responsable requiere capacidad para organizar el consenso y la unidad en tiempos de crisis. Las declaraciones negativas se vuelven en contra. Las críticas deben ser constructivas en el mejor de los casos y veladas en el peor. Hay que dejar que sean la opinión pública y los medios de comunicación los que decidan quién no ha estado a la altura de sus responsabilidades.
La energía del gobernador Jindal puede jugar un papel decisivo a la hora de movilizar el activismo y la participación de la sociedad local. Sin embargo, su capacidad de modificar la situación y de detener el vertido es aún más limitada que la del presidente Obama.
Los grandes despliegues no siempre se traducen en victorias, especialmente en los casos en los que una catástrofe causada por el hombre queda a merced de los caprichos de la madre naturaleza.
Por último, la imagen de un presidente gravemente debilitado por un vertido de petróleo amenaza con erosionar la proyección internacional de Obama. Hay toda una multitud deseosa de aprovechar la situación de un presidente de Estados Unidos expuesto a todo. Con tantas crisis como amenazan desde todos los rincones del planeta, el curso lento que ha adquirido el vertido se produce en el peor momento posible.
Marco Vicenzino, director del Global Strategy Project, con sede en Washington, EEUU.