El Kremlin, asesinatos S.A

En su obra de teatro Murder in the Cathedral, T. S. Eliot describe el asesinato del Arzobispo de Canterbury, Thomas Becket, como un atentado ordenado tácitamente. El Rey inglés Enrique II no tuvo que dar una orden expresa; sus caballeros sabían lo que se debía hacer con alguien que aparentemente estaba socavando el Estado.

Eliot ambientó su obra en la Inglaterra del siglo XXII, pero la escribió en 1935, apenas dos años después de la llegada de Adolf Hitler al poder en Alemania. Así pues es, al menos en parte, una historia de aviso sobre el auge del fascismo en Europa. Lamentablemente, sigue siendo pertinente. Hoy, la obra maestra de Eliot puede leerse como una advertencia sobre el camino que ha emprendido Rusia, donde la política bajo el presidente Putin se ha vuelto cada vez más sanguinaria al estilo medieval.

Uno por uno, los críticos de Putin han sido eliminados. En 2006, la periodista Anna Politkovskaya fue asesinada a tiros en un elevador y Alexander Litvinenko, un ex agente de la KGB que había criticado a Putin, murió envenenado con plutonio cuando estaba en el exilio en Londres. En 2009, Sergei Magnitsky, un abogado que llevaba a cabo una campaña contra la corrupción, murió en la cárcel después de que se le negara atención médica para tratar enfermedades mortales. Ese mismo año, otro abogado, Stanislav Markelov, defensor de los derechos humanos, fue baleado después de una conferencia de prensa.

El asesinato de Boris Nemtsov, una de las principales figuras de la oposición y ex viceprimer ministro durante la administración de Boris Yeltsin, acaecido la semana pasada no debería sorprender a nadie. Pero sí debe ser una conmoción – y una llamada de alerta para todos aquellos rusos que hasta la fecha han tolerado una cultura de ilegalidad e impunidad que no se había visto desde los días del gobierno personal de Stalin en la Unión Soviética.

Se dice que antes de su muerte Nemtsov estaba escribiendo un informe llamado “Putin y la guerra” en el que ofrecía pruebas de la participación rusa en el conflicto de Ucrania oriental. Estaría por encabezar una protesta contra la guerra dos días después de su asesinato. Algunas personas se han preguntado si Putin temía lo que Nemtsov había descubierto y por lo tanto ordenó el asesinato.

Eso es poco probable, al menos en cuanto a que alguien haya recibido una orden directa de Putin. Dicho simplemente, organizar el asesinato de Nemtsov no valía la pena. Después de todo, para la maquinaria propagandística del Kremlin no habría sido difícil tergiversar el informe de Nemtsov en beneficio de Putin.

En efecto, incluso es poco probable que el descarado asesinato de Nemtsov dañe a Putin. Su popularidad es del 86% actualmente. Para muchos rusos, la oposición de Nemtsov a la guerra en Ucrania lo convertía en un traidor cuya muerte estaba justificada – y de hecho casi solicitada – por motivos de necesidad nacional.

Putin ha anunciado que él supervisará personalmente la investigación del asesinato. Sin embargo, quienes la están llevando a cabo ya han sugerido la conclusión probable: el asesinato de Nemtsov fue un intento para desestabilizar a Rusia. Es casi seguro que se “encontrará” algún culpable y que su crimen habrá sido parte de una conspiración de la CIA o de las autoridades ucranianas.

Para el Kremlin no es nuevo tergiversar la verdad para acomodarla a sus necesidades. Antes de la anexión de Crimea por Rusia, el Kremlin afirmó que los Estados Unidos habían contratado francotiradores para que dispararan contra las personas que se manifestaban a favor de Occidente en Kiev a fin de culpar a Rusia de sus muertes. Cuando un avión de Malasia fue derribado sobre Ucrania – muy probablemente por los rebeldes prorrusos – la versión oficial del Kremlin fue que los servicios secretos occidentales lo habían derribado para dañar la reputación de Putin. Este tipo de afirmaciones han alentado el nacionalismo, el odio y la histeria contra Occidente y distraen a los rusos de la responsabilidad de Putin por la crisis económica de su país.

Por amenazadora que pueda ser la Rusia de Putin, sin embargo, no tiene nada de original. En 1934, Joseph Stalin también ordenó que se realizara una investigación minuciosa del asesinato de uno de sus rivales, Sergei Kirov, el líder del partido comunista en Leningrado. La NKVD, precursor de la KGB, organizó el asesinato por órdenes de Stalin, pero la investigación le dio al dictador soviético un pretexto para eliminar a otros oponentes. La búsqueda de los asesinos de Kirov culminó en la era del Gran Terror, purga masiva de líderes del partido, comandantes militares e intelectuales.

Es posible que Putin no haya ordenado el asesinato de Nemtsov ni ninguno de los demás. Pero, al igual que Stalin, ha alimentado un ambiente de miedo e ilegalidad en el que aquellos que apoyan al Kremlin sienten la obligación de eliminar a quienes se oponen al líder por cualquier método y anticipándose a sus deseos.

Un ambiente en el que los actos ilegales se convertían en acciones heróicas fue una de las características distintivas del gobierno de Stalin. Esa dinámica asfixiante ha vuelto con Putin. En los días más aciagos de la Unión Soviética, los jefes de la NKVD ocupaban el segundo lugar en importancia en el país. Actualmente, Andrei Lugovoi, el agente de la KGB que los agentes del gobierno británico sospechan que fue el que administró el polonio que mató a Litvinenko, es miembro de la Duma rusa.

Así, pues, ¿qué pasará ahora? ¿Putin, al igual que Stalin, desatará su propio terror, y perseguirá hasta la muerte a supuestos adversarios? ¿O la muerte de Nemtsov finalmente provocará la reacción de los obedientes y complacientes rusos?

En la primera década de este siglo era fácil apreciar a Putin, pues hizo ricos a los rusos, así como cosmopolitas, y dignos de respeto en todos lados. Ahora, como los precios del petróleo están bajos y las sanciones de Occidente ya son perjudiciales, Putin vuelve pobres a sus compatriotas y hace que casi todo el mundo los desprecie. El 1 de marzo, el día que Nemtsov encabezaría su protesta, miles y miles de rusos salieron a las calles con mensajes como este: “Nemtsov es paz, Putin es guerra”.

¿Podría ser que la cultura de impunidad de Rusia ha llegado a un punto de inflexión? El régimen de Putin se sustenta en la promesa de la prosperidad económica, sin ella, su régimen puede desmoronar –si no mediante manifestaciones masivas, entonces porque los beneficiados ya no tienen nada qué ganar con la supervivencia política del régimen. En ese momento, cuando Putin se encuentre en su etapa más vulnerable, sus aliados tendrán que actuar con gran mesura –y seguir viendo por ellos.

Nina L. Khrushcheva is a dean at The New School in New York, and a senior fellow at the World Policy Institute, where she directs the Russia Project. She previously taught at Columbia University's School of International and Public Affairs, and is the author of Imagining Nabokov: Russia Between Art and Politics and The Lost Khrushchev: A Journey into the Gulag of the Russian Mind. Traducción de Kena Nequiz.

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