2022 pasará a la Historia como un año gris, de guerra y crisis. No solo eso. Algunas de las luces que nos han iluminado serán, con probabilidad, recordadas como espejismos. Hablo de los recientes anteproyectos de Ley de Evaluación de Políticas Públicas y Ley de Función Pública. Dos iniciativas llenas de buenas intenciones, con objetivos muy loables, pero también con unos antecedentes que invitan al pesimismo. Para entender por qué, acompáñenme en este paseo por la reciente historia de la transparencia y la evaluación en nuestro país.
Todo comenzó con la crisis de 2007, un seísmo inesperado para un país que, en apenas dos décadas, había duplicado su PIB a costa de abandonarse a un modelo de crecimiento cortoplacista. Durante aquellos años, las cuerdas se tensaron más de la cuenta, las luces se encendieron y los días de vino y rosas para el bipartidismo tocaron a su fin. Tras décadas estancadas, la corriente circuló por aquellas aguas cenagosas de las que emanaba todo un entramado de redes clientelares y corrupción institucional. Eran los días del 15-M, del «no hay pan para tanto chorizo» y de los grandes escándalos, como los de las cajas de ahorros, los ERE y el caso Bárcenas.
Fue entonces, hacia finales de 2013, al calor de aquellos sucesos, que se aprobó la Ley de Transparencia, Acceso a la Información y Buen Gobierno, y con ella la piedra angular de lo que más tarde vendría a ser un cúmulo de leyes e instituciones destinadas a fiscalizar a la clase política. Aquella ley, recordémoslo, no vino sin obstáculos. El principal, un PSOE que votó en contra y la llegó a calificar de «acto fallido». Sus razones tenía. La falta de coherencia entre a lo que se decía aspirar con aquella ley y un presidente del Gobierno que se resistía a comparecer por el caso Bárcenas ponían en tela de juicio las verdaderas motivaciones de todo aquello.
Pero poco importó. Fueron días de alegría y orgullo, de aplausos y vítores. España iba a dejar de ser uno de los últimos cuatro países europeos sin una normativa de transparencia a la altura de los tiempos. Por fin, y tal y como solemnemente se recoge en el preámbulo de dicha ley, íbamos a establecer «unos estándares homologables al del resto de democracias consolidadas».
El siguiente gran hito llegó con la pandemia, en 2020. De nuevo, una situación de colapso para la que nadie estaba preparado, de la que nadie tenía una respuesta clara, pero de la que todos esperábamos alguna explicación. Durante aquellos meses, los políticos, acto insólito, recurrieron a los científicos, y las tradicionales palabras comodín -diálogo y democracia- cerraron con el Parlamento, erigiéndose en su lugar nuevos ídolos de estirpe tecnocrática. La transparencia institucional, en boga desde la crisis financiera, resultó insuficiente, y se pasaron a requerir comisiones de expertos y políticas basadas en la evidencia. Aquello fue el impulso definitivo, al menos sobre el papel, de una «cultura» de la evaluación que se llevaba reivindicando desde tiempos inmemoriales.
Desde entonces, además de los anteproyectos de ley mencionados al inicio, hemos presenciado la implementación de un Plan de Gobierno Abierto donde, entre otras labores, el Gobierno rinde cuentas y se autoevalúa a sí mismo. Tan es así que, de acuerdo con la página web de La Moncloa, estamos «consolidando la posición de nuestro país en la vanguardia internacional en esta materia». Ni más ni menos.
Muy resumidamente, lo anterior esboza una interpretación de la historia reciente de la transparencia y la evaluación de la función pública en nuestro país. Con la crisis financiera se instauró la transparencia institucional como medida para fiscalizar la actividad política; con la pandemia se terminó de consolidar la evaluación de políticas públicas para optimizar la toma de decisiones. Parece razonable, pues, sospechar que toda iniciativa en estas materias ha venido impuesta, dada por las circunstancias, nunca por un genuino afán de mejora y servicio público.
Primero, para salvar los muebles del bipartidismo; más tarde, para cubrir las espaldas de un Gobierno que vagaba a ciegas. Se replicará: «Bueno, ¿y qué? Ya tenemos lo que queríamos, ¿no?».
Me temo que no. Si examinamos con cuidado el dentado del caballo, si sondeamos el abismo que hay entre dichos y hechos, encontraremos que los límites de estos instrumentos, creados para garantizar la calidad de nuestra democracia, están definidos y acaban ahí donde empiezan los problemas de nuestros políticos. En otras palabras, no estamos ante más que publicidad institucional, placebo de check and balance; el corolario de dejar a los vigilados las tareas de vigilancia. Algo así como si la asistencia de los alumnos a clase estuviese garantizada por los propios alumnos, y los profesores, entre tanto, no pasaran lista.
No es cuestión de enfangar la lectura siendo exhaustivos, pero los ejemplos abundan, no son circunstanciales y afectan gravemente a tres de los pilares básicos de toda transparencia y evaluación: aplicación de la ley, respeto a la independencia y carácter vinculante. En lo que respecta al primer punto, basta con hacer un breve repaso a las declaraciones patrimoniales que están obligados a hacer nuestros Altos Cargos (AACC). Dichas declaraciones son, por decirlo con elegancia, una chapuza, el caldo de cultivo perfecto para omitir información incómoda. Y eso, con los AACC de la Administración General del Estado. Si uno visita los portales de transparencia autonómicos, cada uno de su madre y de su padre; si uno visita las declaraciones patrimoniales de Congreso y Senado, lo que encontrará será todavía peor.
Con el respeto a la independencia resulta sangrante la destitución sin precedentes del presidente del INE el pasado verano. También las constantes puertas giratorias entre políticos y reguladores, o los cargos no poco sospechosos de tener conflictos de intereses. Véase a Bacigalupo, empeñado en acudir a misa y repicar al mismo tiempo; marido de una vicepresidenta del Gobierno por la mañana y consejero de la CNMV -anteriormente CNMC- por la tarde. Sea como fuere, si las evaluaciones no resultan agradables, siempre se puede recurrir a la descalificación del evaluador o el ocultamiento de resultados, véase el caso del SMI.
Finalmente, la falta de vinculación es apabullante y se traduce en una patológica insistencia por sacar a la luz políticas probadas ineficientes, cuando no contraproducentes. Hablo de ciertos controles de precios, impuestos naife, bonificaciones fiscales regresivas y una larga lista de errores con la que no merece la pena continuar.
Lo anterior aplica a medidas con algún viso de seriedad. Cuando no es así, la publicidad institucional se revela aún con más descaro. Basta con asomarse a la quinta edición del informe Cumpliendo, publicado este diciembre, para darse cuenta de ello. Así, si bien el Gobierno va a cerrar el año habiendo cumplido el 66,8% de compromisos adquiridos, resulta que la mitad de dichos compromisos son «Manifestaciones y declaraciones públicas». Volviendo a la analogía escolar, es como si para aprobar a los alumnos les bastase con presentarse al examen.
En definitiva, pese a los seductores cantos de sirena con los que nos obsequian nuestros políticos, lo cierto es que la reciente historia de la transparencia y la evaluación en nuestro país no es más que una letanía de promesas inconclusas. A este respecto, los anteproyectos de ley anunciados este año no parece que vayan a cambiar nada. De hecho, uno de ellos, la Ley de Evaluación de Políticas Públicas, en palabras de Ángel de la Fuente (Fedea), mereció el calificativo de «texto decepcionante, poco ambicioso y confuso, que corre el riesgo de resultar contraproducente». El otro anteproyecto, la Ley de Función Pública, ideada para evaluar el desempeño del funcionariado, a la espera de que sea redactado, no es más prometedor.
Hay quien argumenta que la solución pasa por una mayor sobrecarga legislativa y su correspondiente plantel de agencias, comités y consejos, como si eso no fuese lo que se ha hecho durante todo este tiempo. La solución, intuyo, es más sencilla, y parte de respetar y hacer realmente efectivo lo que se tiene. Basta de autoevaluaciones que recuerdan a las aventuras del barón de Münchhausen, cuando para salir de un pozo le bastaba con tirarse de los bigotes. La evaluación, en todo caso, se parece al amigo que te recuerda que tienes halitosis. Sus palabras, desde luego, pueden resultar incómodas, pero sin ellas uno nunca se dará cuenta de su mal aliento. En resumidas cuentas, urge alejar al evaluado del evaluador; desdoblar al juez de la parte.
Carlos Sunyer es economista.