El laberinto del Oriente Medio

Tienen los parlamentarios americanos —de hecho, todos los americanos cuando participan en reuniones de algún tipo— la costumbre de manifestar su aprobación a las palabras del orador de turno con estruendosos aplausos, ofrecidos de pie si el grado de entusiasmo y coincidencia así lo exige. Ello se pone muy visiblemente de manifiesto en la solemne sesión anual en la que el presidente de los Estados Unidos desgrana ante las dos Cámaras legislativas su discurso sobre el estado de la Unión. Pero raras son las ocasiones en que representantes y senadores coinciden en la «levantada»: según soplen los vientos y sean los propósitos presidenciales más acordes con los gustos de los unos o de los otros, es media asistencia la que se levanta, mientras la otra media permanece hoscamente acurrucada en sus escaños. Así al menos queda compensado el cansino y repetitivo ejercicio, que los estudiosos analizan minuciosamente para intentar averiguar el estado de la popularidad en que se encuentran el presidente y sus explicaciones.

Pero lo que rara vez obtiene un inquilino de la Casa Blanca, que sean todos los legisladores, con independencia de su color político, los que se levanten al unísono para saludar el acierto de sus propósitos, lo consiguió hace unos días Benjamin Netanyahu, el primer ministro israelí, en su alocución ante los padres de la patria estadounidenses. En una intervención que duró 46 minutos, fueron 29 las ocasiones en que sus palabras encontraron la ovación unánime de senadores y representantes demócratas y republicanos puestos en pie. Es de suponer que muchos de ellos optaran ya desde el principio por mantenerse «parados», como dirían nuestros hermanos hispanos, para evitar la tan repetida movida ceremonial. Que en términos estrictos solo cabe interpretar de una manera: el Congreso de los Estados Unidos apoya sin fisuras ni deserciones la línea política que vino a exponerles la máxima autoridad ejecutiva del Estado de Israel.

Constatación esta tanto más curiosa cuanto que cuarenta y ocho horas antes, en la Casa Blanca, Netanyahu había mantenido pública y osadamente una total disparidad de criterios con los que su anfitrión, el presidente Obama, había expuesto la víspera en una alocución pronunciada en el departamento de Estado y presentada como la gran aportación del jefe del Ejecutivo americano para la solución del conflicto palestino-israelí. Pocas veces, si alguna, se recordaba una ocasión en que un líder extranjero polemizara con el presidente de los Estados Unidos de manera tan cruda y visible. Los legisladores americanos, con su actitud, estaban apoyando sin matices actitudes contrarias a las mantenidas por su presidente. Que ya se había visto sometido a una interminable letanía de críticas a derecha e izquierda, por si no bastaran las de los propios israelíes, al proponer que en los repartos territoriales de un eventual acuerdo de paz se tuvieran en cuenta las fronteras anteriores al conflicto de 1967. Todo lo cual ha debido de servir de útil recordatorio, empezando por la Casa Blanca y sus inquilinos, sobre dónde se encuentran la clase política americana y una considerable parte de la opinión pública del país cuando se trata del Estado de Israel, su existencia y su seguridad.

Y no es que Obama hubiera alterado de manera radical la línea seguida por sus antecesores en la compleja historia del conflicto palestino-israelí y sus soluciones. Quien más quien menos, pero nunca hasta ahora de manera explícita, había abogado por tener en cuenta una versión forzosamente revisada de esas fronteras, de manera que se pudiera proceder a los intercambios territoriales que podrían entre otras cuestiones facilitar el camino hacia la paz. En el ejercicio, por demás delicado, y en sus correspondientes codificaciones, quedaba entendido que nadie osaría mencionar abiertamente el pre-67. Obama lo ha hecho con resultados poco brillantes. Los israelíes se lo han echado brutalmente en cara, con la expresión del que terminantemente mantiene el «nunca jamás», mientras que los palestinos, que en otros tiempos parecían dispuestos a entrar en aquello de «paz por territorios», han aprovechado la ocasión para retornar al maximalismo: las líneas deben ser las de 1946, o de otra manera no hay juego. Back to square one, que dirían los castizos. ¿Hay que volver a empezar?

No se entiende bien el razonamiento que llevó a Obama y a sus asesores a introducirse en ese complicado jardín, del que tantos y tan buenos especialistas tiene la Administración americana, apenas unas horas antes de que Netanyahu aterrizara en Washington y sin que, según se desprende de lo ocurrido posteriormente, el israelí o sus adláteres fueran advertidos del contenido potencialmente explosivo de la propuesta presidencial. Todo presidente que se precie aspira a dejar su nombre asociado a la paz en la región, y Obama no es extraño a ese noble propósito, pero algo parece haber fallado en el cálculo de la propuesta cuando ninguno de los contendientes ha considerado oportuno prestarle aplauso o consenso. Y que el horno no estaba para demasiados bollos lo dejó entrever apenas unos días antes de la visita del israelí a los Estados Unidos la dimisión del ex senador George Mitchell, cualificado artífice de los Acuerdos de Viernes Santo que facilitaron la relativa pacificación de Irlanda del Norte y tempranamente nombrado por la Administración Obama enviado especial para el Oriente Medio. Pareciera como si la marcha del que fuera en su momento líder de la mayoría demócrata en el Senado fuera consecuencia de la frustración con que contemplaba la falta de resultados en la tarea que se le había encomendado, pero, vistos los acontecimientos posteriores, ¿acaso no sería la extemporánea renuncia la consecuencia del desacuerdo con la marcha de las negociaciones tal y como las estaba impulsando la Casa Blanca?

En esto de israelíes y palestinos es difícil evitar la impresión, tanto en momentos prometedores como en los que no lo son tanto, de que los contendientes prefieren el estado de hostilidad que ha caracterizado sus relaciones desde que se creara el Estado de Israel a la consideración, por fuerza ardua, de la paz y de sus consecuencias. Consideraciones tácticas y políticas de diverso tipo, que tienen mucho que ver con la debilidad de los respectivos liderazgos frente a las reclamaciones ultramontanas de diversos sectores de los electorados propios, acaban por hacer descarrilar las mínimas posibilidades de superación del conflicto. De hecho, este complicado rigodón del 67 ha servido para que Netanyahu y Abbas vuelvan a sus cuarteles intransigentes de invierno, cuando más necesitados estaban de apoyo doméstico. Obama, involuntariamente, les ha brindado la ocasión. No es fácil imaginar quién distribuirá las cartas para la próxima mano.

De momento, los palestinos y la Liga Árabe se han apresurado a retornar a uno de sus juguetes preferidos: el reconocimiento de Palestina como Estado independiente por la Asamblea General de la ONU. Como maniobra de castigo contra los israelíes no está mal. Como medio para conseguir que de alguna manera, en algún tiempo, con ciertas condiciones, palestinos e israelíes aprendan a vivir fructíferamente como buenos y respetuosos vecinos, no puede ser peor. En el incierto panorama en que la región se mueve, y aun sin saber a ciencia exacta qué planificar para el inmediato futuro, bien harían los miembros de la Asamblea General que todavía retienen un sentido racional de la evolución diplomática —la Unión Europea y ciertamente España entre ellos— en desaconsejar vivamente la iniciativa, y, si a pesar de todo el momento llega, votar en contra. Suficientes emociones existen ya en el Oriente Medio como para que desde fuera se alienten sus peligrosas llamaradas.

Javier Rupérez, embajador de España.

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