El laberinto financiero sanitario

En la jungla preelectoral, en el programa de Pablo Motos, pudimos ver la crítica, una vez más, de Pablo Iglesias a Amancio Ortega a vueltas de las famosas donaciones a nuestro sistema sanitario público. Sin entrar en lo injusto o no de los impuestos que paga el señor Ortega, dado que obviamente paga lo que legalmente le corresponde, el argumento esgrimido por el líder de izquierdas de que «no queremos limosnas si no que se paguen más impuestos para la Sanidad pública», no puede interpretarse más que como una simple alegoría que pretende salirse del pensamiento razonable y normal, el agradecimiento y la admiración por el hecho en sí, y llamar la atención con la intención de captar votos entre un determinado sector de la población.

La realidad es que desde el momento en que la financiación para la Sanidad que destina el Estado a través de los impuestos a las comunidades autónomas no es finalista y la cantidad de dinero público es derrochado en multitud de cuestiones superfluas e innecesarias, hay muy pocas garantías de que los supuestos impuestos que dice que debería pagar el señor Ortega fueran a acabar para financiar directamente la Sanidad pública. De ahí que el hecho y la sensibilidad que implica el pagar directamente tan maña cantidad de recursos para el tratamiento de una de las enfermedades más letales y prevalente que existen, el cáncer, y en la que, seguro, más influye la innovación tecnológica y farmacéutica en su supervivencia y calidad de vida, no pueda merecer ni el más mínimo motivo de reproche. Sea como fuere, a cuenta de las donaciones vamos a entrar en dos cuestiones: una relacionada con la necesidad de valorar la importancia del coste de la innovación sanitaria y otra sobre su financiación y la del sistema sanitario público.

En relación con la innovación, lo primero que hay que aclarar es que mantenerse a la vanguardia de la tecnología sanitaria tiene un coste muy alto. El ejemplo de cómo ha avanzado en los últimos 10 años el tratamiento para el cáncer nos tiene que hacer ver el imparable avance de la innovación tecnológica y el impacto que tiene en la salud cada nueva versión de esa evolución y, sobre todo, las dificultades que existen para poder mantener el ritmo de adquisición de la misma para ponerla a disposición de la sociedad. La Sanidad, por mucho que digan nuestros políticos, no es gratis, la pagamos todos a través de nuestros impuestos y esos se dirigen a financiar los servicios públicos.

En el caso concreto de la asistencia sanitaria cada vez es preciso invertir más dinero porque, actualmente, esa innovación en la tecnología o en los medicamentos progresa a mucha velocidad. Tanto que, antes de que se amortice la inversión hecha por la empresa que la inventa y la produce, ya han salido por parte de la misma o de otras empresas dos o tres versiones mejoradas de la adquirida inicialmente, que a su vez suponen otro salto cualitativo sobre el impacto de la salud de los pacientes.

Con respecto a la financiación del sistema público, la Sanidad está claramente infrafinanciada –cerca de dos puntos del PIB con respecto a los países de nuestro entorno. A los efectos de mantener los niveles de bienestar de nuestro Estado se debería incrementar la financiación, lo cual tendría que ser de obligado cumplimiento para cualquier gobierno a costa de descontarlo de otras partidas de gasto. Porque si algo ha quedado muy claro es que la sociedad española quiere seguir manteniendo un sistema sanitario financiado públicamente, equitativo y cohesionado para todo el mundo. Pero también se debería revaluar la forma en la cual se financia esa partida para Sanidad.

No es una cuestión de que «no hay dinero» para todo lo que se quiere pagar. Es una cuestión de priorizar, de ahorrarlo de otras partidas de menor importancia para la sociedad y, por supuesto, es una cuestión de gestionar los fondos eficientemente.

Según mi criterio, no creo que la Sanidad deba financiarse de modo indiferenciado desde cada administración autonómica con las transferencias que le hace el Estado para que luego lo distribuya libremente entre todos los servicios públicos que operen en su territorio, según considere oportuno el gobierno de turno. Debería promoverse una ley que defina la cantidad que el Estado asigna a cada comunidad autónoma de forma específica y, así, garantizar una inversión uniforme y homogénea para toda la población en función de criterios tales como la masa poblacional, el envejecimiento, su edad media, los recursos tecnológicos de los que dispone, la estructura de atención primaria, su organización hospitalaria, la dispersión geográfica, la insularidad, el medio rural u otros similares que permitan ofrecer los servicios sanitarios más aceptables y de una manera eficiente.

El dejar al arbitrio de las comunidades autónomas cuánto destinan a financiar la Sanidad de sus ciudadanos va más allá de la competencia de administrarla y quedaría encuadrada en la faceta de la financiación propiamente dicha, lo cual no es tarea que, en puridad, la corresponda.

Por mucho que suene un planteamiento un tanto disruptivo, lo que es innegable es que la realidad de nuestro sistema sanitario demanda urgentemente reformas estructurales que ayuden a cohesionarlo, priorizando a los pacientes sobre cualquier otro interés, y garantizando las mismas oportunidades para toda la población.

Juan Abarca Cidón es presidente Instituto para el Desarrollo e Integración de la Sanidad (IDIS).

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