La crisis siria ha ido mudando de piel desde su estallido hace dos años. Lo que en un principio fue una revuelta antiautoritaria se ha convertido en una guerra civil entre dos bandos claramente diferenciados. El presidente Bachar el Asad apostó por la solución militar para tratar de desmovilizar a los manifestantes, hecho que a su vez convenció a la oposición de la necesidad de recurrir a las armas. Desde entonces, las tropas regulares han bombardeado desde tierra y aire pueblos y ciudades enteras para frenar el avance de los rebeldes. La represión ha tenido un elevado coste en términos humanos: 70.000 muertes, un millón de refugiados en los países del entorno y otros tres millones de desplazados internos.
A pesar de su abrumadora superioridad militar, el régimen no ha dejado de perder terreno y está a la defensiva. Del Estado omnímodo y todopoderoso del pasado tan solo queda hoy una fachada apuntalada a punto de desmoronarse. El clima de caos se ha extendido por buena parte del país con milicias armadas que imponen su propia ley y con bandas criminales organizadas que practican la extorsión y el pillaje. La autoridad de Bachar el Asad está fuertemente erosionada, ya que ha perdido el control de buena parte del país, lo que le ha obligado a recurrir a medios cada vez más taxativos para frenar el avance rebelde. Las matanzas contra poblaciones indefensas se han generalizado como demuestran los casos de Hula o Deraya (por citar tan solo dos ejemplos), pero también el empleo de armamento de guerra (incluidos misiles Scud o cazas Mig-21), lo que ha provocado un masivo éxodo de la población.
Ante esta explosiva situación, Asad ha optado por la estrategia del divide y vencerás tratando de enfrentar a la población y manipular su heterogeneidad confesional. En algunas comunidades existe un creciente temor a que Siria siga los pasos de Irak y se vea envuelta en una guerra sectaria. El estallido de coches bomba en el barrio cristiano de Bab Tuma, el santuario chií de Saida Zainab o la zona drusa de Yaramana (todos ellos en Damasco) parecen confirmar estos temores. La minoría alauí, que ha disfrutado de una situación ventajosa desde que el Baaz conquistara el poder hace ahora 50 años, teme que la caída del régimen vaya acompañada de su persecución. La propia comisión de investigación sobre Siria de la ONU denunció, el 20 de diciembre de 2012, la creciente sectarización del conflicto tras la masacre de 200 alauíes en la ciudad de Aqrab.
Una de las razones que explican la perduración del régimen sirio dos años después del inicio de la revuelta es la fragmentación de la oposición, incapaz de agruparse en torno a un programa de acción común y dividida en torno a la estrategia a adoptar. La frágil cohesión interna, la carencia de recursos o la dependencia de sus patrocinadores externos son algunas de las limitaciones de la Coalición Nacional de las Fuerzas de la Revolución y la Oposición Siria, teledirigida desde el exterior por los Hermanos Musulmanes. La reciente dimisión de su líder Moaz al Jatib y las críticas generalizadas a la elección del desconocido Gassan Hitto, un empresario afincado en Tejas desde hace tres décadas, al frente de un Gobierno de transición, así lo demuestran.
Los rebeldes, a su vez, se han embarcado en una guerra civil de incierta duración sin calcular antes el precio que tendrían que pagar. Si bien es cierto que se han logrado victorias importantes en las zonas norteñas, también lo es que la superioridad aérea del régimen frena su avance hacia Damasco, donde las fuerzas leales a Asad se han parapetado a la espera de la batalla final que decidirá el desenlace de la guerra. Además, el Ejército Sirio Libre no habla con una sola voz ni dispone de una estrategia compartida. En total existen más de un millar de unidades militares rebeldes, cada una librando su propia guerra por su cuenta y riesgo. Esta atomización ha servido a la comunidad internacional para justificar su negativa a armar a la oposición.
Precisamente una de las cuestiones que más preocupan a los países occidentales es la irrupción de grupos radicales de orientación salafista (entre ellos, Ahrar al Sham, la Brigada Tawhid, la Yama Islamiyya y, sobre todo, el más conocido Frente al Nusra, que cuenta con 10.000 efectivos). Sin presencia en los primeros compases de la contienda ha sido la parálisis de la comunidad internacional, que ha permitido al régimen golpear impunemente a las manifestaciones pacíficas y las posiciones rebeldes, la que ha provocado un efecto llamada. El embargo de armas occidental a los rebeldes ha incrementado su dependencia de las petromonarquías del golfo Pérsico, que no se limitan a enviar armamento, sino que además pretenden influir en la Siria pos-Asad. Probablemente la entrada de elementos yihadistas se hubiera evitado con una decidida intervención de la comunidad internacional en los primeros compases de la revuelta, tal y como ocurrió en Libia.
Algunas organizaciones de defensa de los derechos humanos, como Human Rights Watch, han manifestado su preocupación por los crímenes de guerra perpetrados no solo por el régimen sino también por los rebeldes, entre ellos la práctica de torturas y las ejecuciones sumarias de prisioneros. También se ha constatado el recurso a la violencia sexual por parte de los shabiha, los escuadrones de la muerte subcontratados por el régimen a los que se responsabiliza de numerosas matanzas.
Mientras el país se hunde en el caos, los países occidentales mantienen un doble discurso. Por una parte dicen apoyar a la oposición, pero por otra mantienen el embargo de armamentos, lo que perpetua la superioridad de un régimen que es generosamente abastecido por Rusia e Irán. A no ser que se experimente un drástico cambio en la relación de fuerzas podríamos asistir a la progresiva libanización de Siria. Un escenario en el que el territorio se fragmente y quede en control de las diferentes facciones armadas. En ese caso, el régimen podría desarrollar operaciones de limpieza étnica en la franja costera situada entre Tartus y Latakia, todo ello con el propósito de crear un refugio seguro para la población alauí ante la eventual caída de Damasco. Para ello contarían con la ayuda de Irán y Hezbolá que pretenden mantener sus respectivas cuotas de poder en la Siria pos-Asad.
El futuro de la Siria pos-Asad dependerá, por tanto, del cómo y el cuándo se cierre la etapa autoritaria. La guerra civil en la que está inmerso el país ha entrado ya en su tercer año y no parece vislumbrarse, en el horizonte cercano, la salida del túnel debido a la cerrazón del régimen que está librando un combate a vida o muerte contra la oposición. Tampoco parece factible una solución negociada de la crisis, puesto que se han roto todos los puentes de diálogo. Además, es cada vez más evidente que las potencias regionales (en especial Irán, Arabia Saudí, Turquía y Catar) interfieren en el conflicto dificultando su solución. Como denunciara Moaz al Jatib en la reciente Cumbre Árabe de Doha “me opongo a cualquier tipo de injerencia externa porque, con toda claridad, será para dividir Siria”.
Quizás la principal incógnita de la Siria pos-Asad será precisamente saber si se repetirán los mismos errores de Irak tras la caída de Sadam Husein, entre ellos, la disolución del Ejército y la desbaazificación de la Administración, medidas que agravaron el sectarismo. Debe recordarse, en este sentido, que el Partido Baaz sirio, “líder del Estado y la sociedad” según la Constitución vigente durante las últimas décadas, cuenta con dos millones y medio de afiliados: una décima parte de la población siria. La disolución del Ejército, del partido único o de la Administración tendrían efectos devastadores, ya que provocaría el inmediato colapso estatal y convertiría a Siria en un nuevo Estado fallido en la región.
Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante y autor de Siria contemporánea.