El laboratorio del fin del mundo

Las apariciones de Nueva Zelanda en la escena mundial son fugaces: victorias en rugby, decorado para la película «El señor de los anillos», una desafortunada masacre en una mezquita de Christchurch en 2019, un carismático primer ministro, éxitos notables contra el Covid-19. Pero, como dicen los propios neozelandeses, al menos los de origen británico, «un bonito país, pero lejos de casa». Si observamos más de cerca y vamos allí a estudiarla, lo que llevo haciendo desde la década de 1980, esta nación de cinco millones de habitantes puede verse también como el laboratorio experimental de algunas tendencias fundamentales que están transformando el mundo occidental. Destacaremos dos en particular, la liberalización y la diversidad. En primer lugar, la liberalización, que inició en 1984 un gobierno de izquierdas enfrentado a una economía en declive, paralizada por el Estado, los impuestos y los sindicatos. Le correspondió al entonces ministro de Finanzas, Roger Douglas, aplicar en Nueva Zelanda las soluciones liberales entonces defendidas por la Escuela de Chicago, cuyo más ilustre representante fue el economista Milton Friedman. En aquella época, Margaret Thatcher en Gran Bretaña, Ronald Reagan en Estados Unidos, Helmut Kohl en Alemania, y también el primer ministro francés, Laurent Fabius, lograron que su país pasara con éxito de la estatización a la liberalización.

El laboratorio del fin del mundoHay que destacar que Douglas, como Fabius, pertenecían a gobiernos socialistas. Pero lo que distinguía a Nueva Zelanda y lo que se denominó Rogereconomics fue la naturaleza integral de las reformas: bajada de impuestos a las empresas, privatización de todo el sector público, eliminación de impuestos de aduanas de importación y exportación, restricción del derecho de huelga, creación del cheque escolar (es decir, la competencia entre escuelas privadas y públicas). La ordenanza liberal de Friedman fue implementada en su totalidad por el Partido Laborista en el Gobierno, y retomada a su vez por el partido de derechas que, después de 1990, le sucedió, igual que el laborista Tony Blair continuó en Gran Bretaña la estrategia económica de Thatcher. Al término de esta ultraliberalización, Nueva Zelanda dejó de ser una colonia anémica de Gran Bretaña, a la que abastecía de mantequilla y carne de cordero, para transformarse en una economía diversificada, globalizada y próspera. Pensemos lo que pensemos del liberalismo económico, es innegable que «funciona» mejor si se aplica con firmeza. Esta fue la primera lección revolucionaria neozelandesa; ahora comienza la segunda, la de la diversificación.

Sabemos que el mundo occidental es cada vez menos blanco y menos cristiano; reconocerlo y sacar conclusiones políticas y culturales no siempre es fácil. Gran Bretaña y Estados Unidos, donde el multiculturalismo es una práctica antigua, nos ofrecen un anticipo: el ministro de Finanzas británico (y posible futuro primer ministro) es de origen indio, al igual que el alcalde de Londres. Kamala Harris, de origen jamaicano e indio, educada en Canadá, y cuyo marido es judío, es la imagen de la nueva América, donde los blancos (caucásicos, dicen extrañamente en Estados Unidos) son apenas mayoría. Hoy Nueva Zelanda va más allá, como hizo antaño con el liberalismo: el flamante Gobierno de Jacinda Ardern (una coalición de laboristas y ecologistas) es prueba de ello. Se recordará que esta primera ministra, tras el ataque a una mezquita en Christchurch, mostró su solidaridad con los musulmanes neozelandeses (1 por ciento de la población) vistiendo un velo islámico. Constituyó un «nuevo Gobierno, el más increíblemente diverso del mundo», como dijo ella misma. De veinte ministros, ocho son mujeres, pero, sobre todo, una cuarta parte son maoríes (la población polinesia original), incluido el ministro de Asuntos Exteriores; el viceprimer ministro es un activista homosexual y el 15 por ciento del gabinete pertenece a la categoría denominada LGBTQ, de género y sexualidad no heterosexual. Todos ellos, asegura Ardern, fueron elegidos por sus cualidades profesionales; la diversidad, por tanto, sería solo una consecuencia, un añadido a sus competencias. Este argumento me parece cuestionable; la verdad probablemente esté a mitad de camino, un añadido a sus competencias, pero también una elección ostensible de la diversidad por la diversidad.

¿Volverá a ser Nueva Zelanda el laboratorio de nuestro futuro común? Es posible, y tampoco se puede excluir la reacción hostil de los blancos reducidos al rango de minoría como los demás. Donald Trump, básicamente, habrá sido el símbolo de esta reacción del hombre blanco contra la diversidad. Del mismo modo, en Hungría y Polonia (incluso en ausencia de inmigrantes), los gobiernos trumpistas se hacen pasar por defensores de la civilización blanca, cristiana y heterosexual; esta es también la posición de la Agrupación Nacional de Le Pen, en Francia.

Sobre Nueva Zelanda, podemos concluir que, así como en la década de 1980 a la tradicional división derecha-izquierda sucedió el enfrentamiento liberalismo-estatismo, hoy la diversidad compite con el occidentalismo o, por usar la famosa distinción del filósofo Karl Popper, sociedad abierta frente a sociedad cerrada. Este será el foco de nuestras futuras disputas partidistas. Por ahora, nos recuerda Jacinda Ardern, la máxima prioridad sigue siendo la lucha contra el Covid-19.

Guy Sorman

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *