El lado salvaje del 1-O

La cadena de disparates de uno y otro lado no está ayudando a cargarse de razones a cada lado sino a degradarse ambos un poco más cada día. Mi lado salvaje me pide guerra porque la irresponsabilidad política tanto del Gobierno central como del catalán han estado a una altura única en 40 años. Pero no sé bien cómo quemar mi cólera contra la miopía política que ha afectado durante años al PP, primero, y al Gobierno de Rajoy, después, y tampoco sé hacia dónde mirar cuando en Cataluña ha regresado de golpe el toreo de capote, muleta y puntilla, con la mitad de la plaza tan democráticamente vejada que se ausentó dos días seguidos del coso.

En Cataluña hay una mayoría de la población que no es ni adepta a la lluvia jurídica de Rajoy (en Cataluña, el PP sigue siendo testimonial) ni sumisa a las campanadas de gloria de la Generalitat. Su Gobierno depende de una mayoría parlamentaria que representa a una importante minoría de algo más del 47%: el independentismo explícito obtuvo en 2015 unos 120.00 votos menos que el resto de partidos, sin contar en esa cifra los 44.000 que se llevaron Els Verds y los animalistas (y sin contar los casi 38.000 votos nulos y en blanco).

El lado salvaje del 1-OUna división nueva es la de quienes tienen que decidir si echar la culpa a Madrid o a Barcelona. Hay muchos que lo resuelven con un fifty-fifty, que es poco comprometido porque así se han equivocado todos por igual y la culpa no es de nadie. Yo no lo creo, pero da igual lo que yo crea porque mucha gente en Cataluña se ha sentido tan aparcada como problema político mayúsculo que muchos se van a pasar el día 1 de octubre buscando dónde votar, la mayoría con el en el corazón.

El Govern ha jugado a precipitar los procesos democráticos para que la democracia cuadre con su voluntad y no con la pluralidad de las opciones políticas representadas en el Parlament: la han estrujado con las dos manos, desoyendo incluso a los letrados de la Cámara catalana. Los indepes han llevado su derecho a decidir tan fuera de carril que se han pasado de frenada precisamente decidiendo demasiadas cosas sin contar con nadie. El victimismo del poder es envilecedor para la ciudadanía, y en Cataluña hemos oído que el poder lo hace así de expeditiva e irregularmente porque no le han dejado otra solución. Sin duda, esa vulneración de los derechos de la otra mitad no tiene nada que ver con el hecho de que el independentismo defendiese en 2015 las autonómicas como plebiscitarias, con la mala pata de que las perdió.

Los que no son indepes no han decidido que la democracia se puede estrujar para que saque de sí lo que uno quiere, ni han decidido que da igual si se siguen las normas y reglamentos a fin de llegar a la independencia, ni han decidido que los dos Gobiernos se inhiban de buscar soluciones políticas, tanto ayer como hoy. De hecho, a los partidarios del no les ha asaltado de golpe un miedo real a que los del sigan decidiendo entre ellos, y lógicamente les ha salido su lado salvaje para ir de buena fe y a toda pastilla a dejar su voto donde sea para votar no. Algunos tendrán tanta prisa que se imprimirán el no en casa y lo llevarán ya (metido en un sobre). De hecho, yo creo que son los que más prisa tienen: suelen ser de izquierdas, y lo hacen por ver si así se acaba la invisibilización en Cataluña de todo asunto que no sea la independencia, aunque sea monstruosamente más grave.

Mi lado salvaje está decidido a hacer lo contrario y no iré a votar el 1 de octubre porque me parece el único acto ética y políticamente convincente ante una deformación como la practicada por la Generalitat. Se habían olvidado de mí durante años y ahora de golpe no dejan de reclamarme y hasta de sobarme para que vaya a votar y, sobre todo, para que vote no. Sé que lo hacen por mi bien, para que pueda perder a gusto, para que me conforme el día 2 de octubre y piense, cáspita, hemos perdido los del no y han ganado los del sí.

Pero este es el abuso más reprobable que ha cometido la Generalitat en este último trance, confundiendo con mala intención voto y democracia. El poder en Cataluña ha falsificado la consistencia misma de un proceso democrático necesario, e incluso integrable constitucionalmente, al menos según Francisco Rubio Llorente y Javier Pérez Royo, y ha decidido que eso era lentísimo y pesadísimo de negociar, y con grandes riesgos de que el resultado final, cuando se pudiese votar, no fuese el que necesitaban como convocantes.

Ni hemos pintado ni pintamos nada el 1 de octubre los que no pensamos como los independentistas porque el acto de votar no consiste en emitir una opinión en una urna. Acudir a votar significa conocer, ratificar, legitimar y compartir un conjunto de condiciones públicas, piense lo que piense votar cada uno. Pero esta convocatoria se lo ha saltado a la torera. Al lo han convocado sin debate público con el no, con aceleración preventiva pero antidemocrática, callando el origen del censo y las condiciones de la lectura, con omisión de publicidad electoral de las razones del no, con los poderes públicos defendiendo un unísono y hasta escabechando a los consellers tibios. Quien necesita del no como una transfusión de sangre es el sí: el no será la coartada que avale el sí.

Lo grave es que el portavoz más explícito de la parcialidad ha sido Puigdemont en los últimos días: sea cual sea la participación, ha asegurado que el es vinculante. Lo dijo Anna Gabriel también, pero es lo que tiene que decir Anna Gabriel, y la votan para que diga eso. Los votantes de Puigdemont no votaron ese mensaje en las autonómicas de 2015, primero porque a Puigdemont lo votó solo el Parlament y no la ciudadanía, y en segundo lugar porque en el programa de Artur Mas estaba su supervivencia pero no la convocatoria de un referéndum. Muchos creímos y creemos que era la solución viable para un problema grave, sobre todo si el Estado lo asumía con la convicción y la necesidad de convencer a los catalanes de que era preferible reformular el Estado de las autonomías en clave federal, que además es la opción más apoyada socialmente en Cataluña, según las encuestas.

Será la primera vez que una mayoría parlamentaria en minoría de votos respalda un resultado electoral sin haber explicado siquiera la cifra de participación que habilita la consulta como válida. Usar desde el poder cartas marcadas y ocultas es un sabotaje democrático. Los votantes del no actuarán como la muleta de atrezzo que sostendrá la proclamación del de Puigdemont ante las cámaras la noche del 1 de octubre. Cuando las televisiones se vayan y el jaleo termine, en la mano le quedarán un puñado de noes y un puñado mucho mayor de síes que deslegitiman no a la independencia sino a un gobernante democráticamente degradado.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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