El laicismo como pretexto

Durante décadas, la socialdemocracia española ha hecho virtud de su flaqueza ideológica. Dando la espalda a una digna tradición construida sobre los valores fundacionales del socialismo, el PSOE gubernamental ha ido huyendo del debate de ideas para plantear una mera exhibición de prejuicios. No hace falta extenderse en el inventario de renuncias a referentes teóricos, de cansinas superaciones de principios, de vacuas exhortaciones al relativismo, consumadas con el pretexto de la modernización del partido. En estos últimos días, el candidato del PSOE a la presidencia del Gobierno ha vuelto a lanzar una carga de su ligera caballería cultural que persigue izar una vieja bandera de valores republicanos y solamente consigue tender la ropa sucia de los peores sectarismos del pasado.

El laicismo como pretexto¿De verdad cree el señor Sánchez que su discutible interpretación del laicismo habrá de darle votos y, sobre todo, que habrá de proporcionarle densidad ideológica, perfil cívico y espesura moral, cumplidos ya cien años de nuestras viejas trifulcas anticlericales y cuatro décadas del final de una dictadura nacionalcatólica? ¿De este modo entiende que la socialdemocracia debe adecuarse a las exigencias de nuestro tiempo y a la necesaria renovación de vetustas formas de hacer política? Vaya por delante que esta ofensiva de falsa laicidad se realiza, en plena crisis, cuando el compromiso fraternal de las entidades cristianas no deja de dar ejemplo silencioso, tenaz y humilde de unos valores y principios sobre cuya recta comprensión se ha fundado nuestra civilización. Ante la pobreza, el abandono y la desesperación de los de aquí, y ante la miseria y enfermedad de quienes viven en otros lugares, los cristianos han ofrecido el testimonio admirable de su fe, ajeno a la grandilocuencia de la propaganda y la maliciosa rentabilidad de la agitación.

Una auténtica y difícil caridad ha empujado a miles de personas a afirmar el nombre de Cristo en las tareas hechas en favor de los hombres y mujeres que sufren. Un duro ejercicio de la virtud ha recordado que los seguidores de Jesús no toleran el escándalo social al que un mundo injusto desea acostumbrarnos. Recordemos esto de entrada, porque ese presunto laicismo con el que se pavonea el señor Sánchez ni siquiera da cuenta de esa forma de existencia pública que posee el catolicismo español en estos momentos. ¿Le han informado ya del comportamiento abnegado de las organizaciones católicas en la crisis de los refugiados sirios? Esas personas que luchan contra la miseria y el desamparo no lo hacen desde la neutralidad moral, sino desde la fortaleza de unos valores que el cristianismo depositó en nuestra cultura cuando arrancaba lo que podemos llamar, con el rigor de la historia, Occidente.

El presunto laicismo del señor Sánchez es –y por ello ha provocado la perplejidad de sectores que ni siquiera son confesionales– una forma otoñal de dogmatismo, que confunde las convicciones con los meros ademanes provocativos. ¿En nombre de qué libertad de conciencia y en nombre de qué lucha contra una tiranía del pensamiento se levanta el PSOE de Pedro Sánchez? Su gesto, en verdad, no obedece al arraigo de una convicción, sino a la penosa necesidad de marcar una identidad progresista frente a quienes agitan tótems y tabúes en espacios vecinos. No es manifestación de valores asumidos, sino vehemencia en la aterida subasta de despropósitos en la que se anima a pujar un PSOE desorientado.

«Mi modelo es la Francia republicana», ha señalado Pedro Sánchez. Lo cierto es que las actuales condiciones de debate cultural en Francia son poco propicias a tomarla como ejemplo. Para que se vea cuántos tiros de la inconsciencia acaban saliendo por la culata de la demagogia, basta con examinar la energía desplegada por Marine Le Pen en defender la ortodoxia republicana identificada con la laicidad. Sólo que, en este caso, esa vocación laicista de la líder francesa se utiliza, contundentemente, para combatir el relativismo, la multiculturalidad, la alianza de civilizaciones y el mestizaje con los que el socialismo español ha estado jugando desde que a Zapatero le dio por ahí.

Territorio cenagoso, sin duda. Y agotadora puesta a prueba de la paciencia de quienes, llevados de su sensatez, que no es defensa de privilegios de la Iglesia ni cerco a la libertad de los no creyentes, consideran que las cosas caminan sobre una explicación mucho menos digna que la genealogía liberal que el señor Sánchez se calza. Lo que debemos defender ahora, cuando la crisis manifiesta no solo una pérdida de recursos materiales, sino una abrumadora delgadez de bienes culturales, son los elementos que identifican una civilización. Lo que se reclama es la devolución a nuestra sociedad de un fuste moral que reconozca aquellos valores sobre los que ha ido constituyéndose históricamente una cultura. Durante siglos, las ideas sobre la condición del hombre, la dignidad de la persona, el principio esencial de su trascendencia y universalidad, han estado vinculadas a la herencia del cristianismo. No es casual que en la Europa en la que prendió el mensaje de Jesús se desarrollaran aquellos valores que, en el humanismo renacentista y la Ilustración, pusieron el fundamento de la modernidad. No es extraño que nacieran en Occidente los más ambiciosos principios de emancipación del hombre y donde la crítica a la injusticia y la defensa de la libertad pudieran madurar al calor de una cultura que ha proclamado desde su nacimiento la equivalencia radical de los seres humanos.

El laicismo que ahora galopa de nuevo como factor de torpe división entre los españoles –es lo último que nos faltaba para distraernos de los asuntos que verdaderamente nos afectan– nada tiene que ver con la defensa de la libertad de pensamiento. Lo que pretende, en realidad, es atropellar lo poco que nos queda ya de conciencia de nuestra civilización. Trata de esquivar preguntas incómodas sobre los trapicheos banales de la multiculturalidad, y se arroga una superioridad que demasiadas veces se utiliza para evitar un debate sereno. España padece un grave deterioro de sus recursos ideológicos, de la confianza en su vigor cultural y de su pertenencia al espacio de civilización que ha ido trenzando nuestra perspectiva moral. Lamentablemente, tenemos que hablar de una comunidad que se despreocupa de aquellos valores que le han dado forma histórica, y que son un recurso indispensable en tiempos en que una crisis devastadora nos deja a la intemperie.

Nuestro fracaso no reside solo en no haber sabido o no haber podido evitar una gestión de la economía que ha conducido a esta catástrofe que vivimos. El descalabro también se percibe en la insensatez con que se afirma nuestra carencia de valores distintivos o en el hecho de que nuestra existencia deje de buscar significado alguno en tradiciones que nos han definido durante siglos. Somos la única civilización que parece avergonzarse de sí misma. Somos la única nación que renuncia a su significado. El absurdo anticristianismo que se aloja en la presunción de laicidad no es un ataque a dogmas que solo afectan a los creyentes. Es una ofensiva contra valores que determinan una forma de vivir, un concepto de la persona, una idea de la libertad, una perspectiva de la unidad moral del género humano. Con otras cosas que están sucediendo, esta es una manera de liquidar lo que muchos entendemos como España.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

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