El lánguido reloj de la Justicia

Algo grave debe estar pasando en nuestra Administración de Justicia cuando en el mismo día -9 de junio de 2009- el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha pronunciado dos sentencias condenando a España por violación del derecho a un juicio justo en un plazo razonable, reconocido en el artículo 6.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

En la primera de las resoluciones -Asunto Moreno Carmona c. España (Requête nº 26178/04)-, la Corte de Estrasburgo obliga a indemnizar en 22.500 euros al recurrente, llamado Agustín Moreno Carmona, que tras pasar 22 meses en prisión, fue juzgado y absuelto 13 años y 6 meses después de que los hechos sucedieran. En la segunda -Asunto Bendayan Azcantot et Benalal Bendayan c. España (Requête nº 28142/04)- la condena es porque los tribunales españoles tardaron siete años y 10 meses en ejecutar una sentencia por estafa.

En ambos supuestos el razonamiento del Tribunal es el mismo, o sea que «la duración irrazonable de un procedimiento se asimila a un funcionamiento anormal de la Administración de Justicia», que «la duración de la causa es manifiestamente incompatible con la exigencia de una dilación razonable» y que «incumbe a los Estados partes del Convenio organizar su sistema judicial de tal suerte que sus jurisdicciones puedan cumplir cada una de las exigencias, incluida la obligación de resolver los procesos dentro de los plazos razonables…».

La reacción que las dos sentencias despiertan no puede ser más triste y una vez más, debemos lamentar la exasperante lentitud de las ruedas de nuestros tribunales. Todos podemos estar de acuerdo en que una Justicia veloz es capaz de conducir al desastre, pues nunca las precipitaciones fueron buenas -«vísteme despacio que tengo prisa», increpaba don Quijote a Sancho-, pero de ahí a que se eche grandes sueños en los estantes de los juzgados y, de pronto, alevosamente, por la espalda, te sorprenda, hay tanta diferencia como del día a la noche. Ya lo apuntaba Montesquieu: «Los litigios deben resolverse en plazos razonables, pues de otro modo lo que es un pleito se convierte en un drama personal o tragedia familiar».

Lo primero que la gente espera de la Administración de Justicia es que resuelva con rapidez los pleitos. La Justicia atrasada es una deficiencia tan grave que ella sola descalifica todo el sistema judicial, hasta el punto de que en ocasiones casi más importante que el acierto del fallo es su puntualidad. El artículo 24.2 de la Constitución proclama el «derecho a un proceso sin dilaciones indebidas» y salvo los responsables por autoría, cooperación necesaria, complicidad o encubrimiento, la mayoría de los juristas consideran que una Justicia a destiempo es una forma de denegación de Justicia.

Ahora bien, la lentitud de los tribunales es un vicio que se arrastra desde antiguo. En mis espaldas pesan ya demasiados trienios y no recuerdo otra Justicia diferente a una Justicia moviéndose con insoportable lentitud, con indolente monotonía. Una Justicia que sabes cuando comienza pero que ignoras cuándo llegará. Desde hace más de 30 años todas las encuestas de opinión certifican que la Administración de Justicia es uno de los servicios públicos peor calificados por los ciudadanos.

Todavía me acuerdo del barómetro que la empresa Demoscopia hizo en el año 1995 donde se constataba que los españoles la tachaban de «lenta, ineficaz, arbitraria e incoherente». Más reciente es el estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas, correspondiente al pasado mes de noviembre, coincidiendo con el XXX aniversario de la Constitución, donde se señala que el 40% de la ciudadanía considera que la Justicia funciona mal o muy mal y que el 80% de los españoles acusan a los tribunales de inaguantable lentitud.

Los mismos reproches ofrece el balance de la última Memoria del Consejo General del Poder Judicial y que no puede ser más desolador: a finales del año 2008 quedaban cerca de dos millones y medio de asuntos pendientes de respuesta judicial. Sí; son ya muchos años de Justicia a paso de tortuga, con unos poderes públicos que saben de sobra lo que pasa. La cosa marcha de mal en peor y, encima, el ciudadano se calla porque piensa que su voz va a caer en el desierto o porque supone que ni siquiera merece la pena hablar.

«Nuestro horizonte es construir los consensos necesarios, el cimiento que nos permita abordar sin miedo las reformas que nos demandan los ciudadanos». Esto es lo que dijo el actual ministro de Justicia durante su intervención en la Conferencia sobre la Modernización de la Justicia que tuvo lugar, precisamente, el mismo día 9, en la sede de EL MUNDO.

El señor Caamaño habló del compromiso del Gobierno para conseguir que el servicio público de la Justicia sea de calidad. Confieso mi escepticismo. Quizá sea porque recuerde a Shakespeare cuando en el inmortal soliloquio de Hamlet dice que la tardanza de la Justicia es uno de esos males de los que el hombre sólo puede librarse mediante el suicidio. Lo digo como lo siento y ojalá que me equivoque, pero no veo al ministro del ramo dispuesto a coger el bisturí.

Mi impresión es que no se desea atajar la enfermedad porque el tratamiento, aparte de doloroso, es de alto riesgo. Como escribe el profesor Alejandro Nieto en su obra El desgobierno del Poder Judicial -para mí el mejor diagnóstico de las dolencias de nuestra Justicia-, «hemos llegado a un punto en el que ya no bastan ungüentos, cataplasmas y tónicos reconstituyentes sino que hay que acudir inevitablemente a medidas quirúrgicas que pueden tocar personalmente a los jueces, políticamente al Gobierno e institucionalmente a algún ministerio y altos organismos».

Cierto. Se imponen soluciones drásticas para evitar el desastre. No basta el argumento, por real que sea, de que no se puede ir más rápido en el estudio de los asuntos, ni cabe echar las culpas a un sistema judicial excesivamente burocratizado. La rimbombante Carta de derechos de los ciudadanos ante la justicia tiene más de eso, de pomposa proclamación, o, como mucho, de catálogo de buenas intenciones, que de serio programa de actuación.

No se olvide que algunas de las medidas que recoge, -ejemplo, el cumplimiento de los plazos procesales- están en la ley desde tiempo inmemorial sin que haya manera de hacerlas respetar. Por cierto, a buenas horas se dispensa a un abogado del deber de atenerse a los plazos tasados para interponer un recurso o contestar una demanda. Eso por no hablar del desconcierto que producen esas causas penales tramitadas con el rótulo de Procedimiento abreviado que se duermen en los laureles y llevan en sus entrañas el marchamo de la pachorra procesal.

HACE muchos años, noviembre de 1981, para ser exacto, siendo juez de Vigilancia Penitenciaria, un preso de la cárcel Modelo de Barcelona me dijo:

-Señoría, en el reloj de la Justicia hay más horas de desesperación que minutos de esperanza.

Tenía razón aquel interno cuyo nombre aún guardo en la memoria. Se llamaba José Molina Castillo. Es verdad. El reloj de la Justicia es un reloj lánguido, un reloj que marca muchas horas malas de decepción e impotencia. El reloj de la Justicia está viejo, delata cansancio y su tic-tac sobrecoge. Es un reloj que no tiene más que una aguja. Está manco. Tal vez, cojo. O tuerto. De no rejuvenecer, dentro de muy poco, será un reloj sin vida, desahuciado porque no podrá arrastrar su maquinaria. Aun así, los hay que prefieren dejarlo como está. A veces pienso que el gran ensayo de los amargos tragos de la Justicia, el bárbaro y desalmado tiempo de las esperas judiciales está aún por escribir. Camilo José Cela hubiera escrito unas páginas memorables -algo hizo con mano maestra en El asesinato del perdedor- dedicadas a las víctimas de la desidia de la Justicia, esa institución por la que Cronos, el anciano dios del tiempo, llora de rabia al verla con tanta galbana.

La justicia que les ha llegado a esos personajes a quienes la semana pasada el TEDH les ha dado la razón y por cuyos dramas me he interesado, no es Justicia. Una Justicia lenta, a la larga, se mire por donde se mire, llegue como llegue, pues siempre lo hará envejecida y afeada, no merece ese nombre. Se me ocurre que con el dinero que le han dado, Agustín Moreno, uno de los ganadores en Estrasburgo, podría comprarse un reloj suizo, con todos los adelantos y hasta con números fluorescentes para la noche. Un reloj que no se limite a marcar las horas sino que para cada una de ellas tenga tonos especiales; por ejemplo, un triple tilín, como el de aquellas viejas esquilas de las parroquias de los pueblos cuando anunciaban la llegada al mundo de niños llorones con infinitas ganas de vivir.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.