El largo brazo del Benefactor

En su exhaustiva obra Aquellos años del boom (RBA, Barcelona, 2014) el periodista Xavi Ayén evoca la propuesta de Fuentes a Vargas Llosa en 1967 de un libro colectivo que podría titularse Los patriarcas, Los padres de las patrias, Los redentores, Los benefactoreso algo así, en el que una serie de autores —Jorge Edwards, Cortázar, Jorge Amado, Roa Bastos, García Márquez, Carpentier y ellos dos— novelarían la vida y hazañas de los autócratas y tiranos que gobernaron en sus respectivos países. Aunque el proyecto no se llevó a cabo, Roa Bastos, Carpentier, García Márquez y Vargas Llosa realizarían la tarea por su cuenta y crearían un género literario en el árbol de nuestras letras.

El largo brazo del BenefactorReleyendo recientemente La Fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa di con unos párrafos que me retrotrajeron de golpe a más de medio siglo atrás y rescataron del olvido un incidente acaecido durante los primeros años de mi vida en París.

Pero antes de volver sobre él retrocedo aún más y atravieso el Atlántico para ir a la raíz del asunto: el 12 de marzo de 1956, el escritor, jurista, profesor de la Universidad de Columbia y delegado en Estados Unidos del Gobierno vasco en el exilio Jesús de Galíndez desapareció según algunas versiones a la salida del metro de Broadway en pleno corazón de Manhattan y según otros de su apartamento neoyorquino de la Quinta Avenida, y no volvió a ser visto jamás. Refugiado en República Dominicana al fin de nuestra guerra civil, había sido testigo por espacio de cinco años de los asesinatos y horrores del autoproclamado Benefactor y Padre de la Patria Rafael Leónidas Trujillo, de cuyo hijo Ramfis fue preceptor. Instalado en Nueva York en 1946, prestó sus servicios a la CIA durante la etapa del boicot al régimen franquista hasta el acuerdo de Eisenhower con Franco y reunió entre tanto una extensa documentación sobre los abusos y crímenes del dictador dominicano —un fiel aliado de Washington en la cruzada anticomunista— con miras a una tesis de doctorado titulada La era de Trujillo. La previsible carga explosiva del texto encendió todas las luces de alarma en los servicios secretos del dictador, que con la muy probable colusión con la CIA —para la que en razón de la nueva política de Washington Galíndez había dejado de ser útil y constituía más bien un estorbo— organizaron su secuestro y traslado desde un pequeño aeropuerto de Long Island hasta Florida, en donde se pierde su pista. El rapto de un ciudadano estadounidense en Nueva York —Galíndez había obtenido esta nacionalidad para prevenirse de la muy posible venganza del Benefactor— acaparó pronto los titulares de la prensa norteamericana como años después el de Ben Barka en Francia. En ambos casos se trataba de un crimen sin cadáver, pero si en el del opositor marroquí el nombre de sus captores salió inmediatamente a la luz, los de los pilotos Gerald Murphy y Octavio de la Maza fueron en el de Galíndez una mera pantalla destinada a encubrir a los verdaderos comanditarios. Conforme a un guión muy bien planeado, los ejecutores materiales del rapto fueron eliminados a fin de borrar huellas, con lo que muchos enigmas del crimen permanecen sin aclarar y alimentaron la imaginación de escritores que —como Manuel Vázquez Montalbán— convertirían más tarde a Galíndez en el personaje central de sus novelas.

Hacia 1959 mi amiga Elena de la Souchère, de quien tracé un retrato en estas mismas páginas (EL PAÍS, 19-7-2005), acudió a casa para confiarme un manuscrito, dijo, sensacional. Se trataba de un ejemplar de La era de Trujillo que sus colegas vascos habían hecho llegar a sus manos para que le encontrara un editor en Francia. Recuerdo que lo leí de un tirón y su contenido abrupto me conmocionó. La brutalidad de las fechorías del Generalísimo y supuesto Benefactor no tenía límites y la abyección en la que sumía a sus más devotos servidores emulaba la de los peores sátrapas de nuestra historia inhumana. Me apresuré a comentar el libro con mis amigos franceses y lo recomendé vivamente a Gallimard, en donde apareció dos años más tarde con un excelente prólogo del periodista de Le Monde Claude Julien.

Mis elogios del libro y gestiones editoriales debieron de llegar a los oídos siempre alertas de los agentes del dictador, pues unas semanas después alguien refirió a Monique Lange un incidente ocurrido en un bar hoy desaparecido de la Rue Bernard Palissy en Saint-Germain-des-Prés que frecuentábamos los dos. Un individuo se había dirigido a la barra en donde tomaba unas copas un cliente que, según me dijo más tarde el periodista Serge Lafaurie, testigo del lance, tenía un cierto parecido conmigo y, tras preguntarle a gritos en español si era yo, había comenzado a insultarle y amenazarle si proseguía con sus mentiras y calumnias contra la República Dominicana y su egregio Benefactor. Los clientes del bar se interpusieron entre ambos y el intruso se retiró al fin con su rosario de injurias y bravatas. La cosa no pasó de ahí, pero apuntaba al brazo largo del dictador y la ubicuidad de sus servicios de información, tal y como aparecen en las creaciones novelescas de Vázquez Montalbán y Vargas Llosa.

Las figuras de Trujillo y de su entorno más próximo eran las de personajes en busca de un autor. La realidad delirante de La Fiesta del Chivo se asemeja menos a la descrita por Valle Inclán en Tirano Banderas, Martín Luís Guzmán en La sombra del caudillo, Miguel Ángel Asturias en Señor presidente, Augusto Roa Bastos en Yo, el supremo o en el bellísimo Otoño del patriarca de García Márquez —por citar ahora unos pocos ejemplos— que a la de tiranos árabes o africanos del jaez de Gadafi, Macías Nguema o Teodoro Obiang. Sería incentivo tema de tesis establecer un paralelo entre ellos y el que con megalomanía y crueldad idéntica guio el destino de Santo Domingo durante más de treinta años, incluyendo un sabroso estudio comparativo entre las proezas de Teodorín Obiang y Ramfis Trujillo en virtud de su común afición a automóviles de gran lujo y gastos suntuarios. Por fortuna, los tiempos han cambiado y el eventual autor de dicha tesis no correría hoy el riesgo de sufrir la misma suerte que el desvanecido para siempre Jesús de Galíndez.

Juan Goytisolo es escritor.

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