El largo camino del Estatut

Por Juan-José López Burniol, notario (EL PERIODICO, 29/10/04):

Un día cualquiera, a finales de los años 70. La tarde se había consumido, en mi despacho, hilvanando el arreglo de un contencioso entre varios hermanos enfrentados. Fallecido el padre y abierta su sucesión, se quería asegurar la continuidad de la empresa familiar --es decir, la integridad del patrimonio empresarial y la unidad de dirección-- y repartir el resto de la herencia entre los hijos. Llevaba la voz cantante un viejo abogado barcelonés, que me doblaba en edad y experiencia. Yo me limité a la consignación documental de los términos del acuerdo, una vez éste se logró. Cuando, firmada la escritura y despedidos los otorgantes, felicité al letrado por su pericia, me respondió en tono menor, con cierto escepticismo negligente que nunca le abandonaba: "Ha salido bien. Hay un sistema que falla poco". "¿Cuál es?", le pregunté. "Se trata de observar tres reglas", respondió. Las detalló así:

PRIMERA, en el curso de una negociación no hay que emplear nunca palabras sublimes, ni apelar a grandes principios, ni traer a colación sentimientos, ni --sobre todo-- volver una y otra vez a episodios del pasado. Hay que hablar de cosas, con sencillez y sin retórica. Segunda, hay que concretar las diferencias entre los interesados en realidades tangibles o magnitudes cuantificables --en pesetas, metros cuadrados o facultades--, de modo que aquellas diferencias puedan reconducirse a un toma y daca de concesiones recíprocas que no satisfarán plenamente a nadie pero apaciguarán a todos. Y tercera, hay que buscar un arreglo para aquí y ahora, sin pretender cerrar el tema para siempre, pues las circunstancias cambian y con ellas la perspectiva. De modo --concluyó-- que "qui dia passa any empeny". Durante estas semanas, al acercarse la negociación estatutaria, he recordado las reglas del viejo abogado, por creerlas extrapolables a cualquier proceso negociador. Y lo he hecho con cierta preocupación, por intuir contraria a ellas la actitud negociadora que parece abrirse paso en Catalunya, muy pendiente del valor de las palabras --a las que se da un sentido casi mágico-- y muy atenta al alcance de los símbolos. Este planteamiento, a mi juicio errado, se condensa en tres afirmaciones. Una, Catalunya es una nación. Dos, como nación que es tiene derecho a codecidir dentro del Estado español del que forma parte. Tres, en consecuencia, Catalunya tiene que llegar a un acuerdo bilateral con el Gobierno del Estado. No niego que Catalunya sea una nación, anterior a la Constitución e independiente de su reconocimiento. Es, ciertamente, una comunidad con conciencia clara de poseer una personalidad histórica diferenciada y voluntad firme de proyectar esta personalidad hacia el futuro en forma de autogobierno. Pero afirmo también que el intento de afrontar la reforma estatutaria como una negociación bilateral --codecisión-- entre Catalunya y el Estado está condenada al fracaso, habida cuenta de que la autonomía catalana se asienta jurídicamente en la Constitución de 1978 que fue --no lo olvidemos-- fruto de un pacto. Por consiguiente, la reforma del Estatut debe subsumirse formalmente, para que sea posible, dentro de un amplio proceso de reforma general del sistema autonómico español --que renueve el pacto constitucional--, con la finalidad de corregirlo en sus disfunciones y mejorarlo en sus prestaciones, sin que ello suponga una igualación forzosa entre comunidades que obviamente no son iguales. No se trata de imponer la misma cantidad de café para todos, sino de abrir la posibilidad de que todos puedan tomar más o menos café según decidan. De no plantearse con alcance general, el debate encallará pronto en aspectos identitarios --ser o no ser--, con lo que se instrumentalizarán los símbolos, se radicalizarán las posiciones y se hará imposible un acuerdo.

EN EFECTO, cuando el legislador constitucional español implantó el sistema autonómico, puso en marcha un proceso dinámico que se rige por sus propias reglas y persigue una redistribución del poder político, concorde con el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado y respetuosa con la cohesión social y la solidaridad interterritorial. Resulta lógico, en consecuencia, que tras 25 años de vigencia se valore el sistema poniendo de relieve sus disfunciones y potencialidades. Entre las disfunciones destacan: Uno, las dificultades de las comunidades autónomas para adoptar políticas propias y diferenciadas en ámbitos competenciales unitarios clave, como educación, sanidad, cultura, régimen local y fiscalidad. Dos, la ausencia de mecanismos de participación de las autonomías en las instituciones y en la determinación de políticas estatales. Tres, la desconstitucionalización del reparto de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas, gracias, en parte, a una jurisprudencia sesgada del Tribunal Constitucional. Cuatro, un modelo de financiación injusto que perpetúa --por lo que a Catalunya se refiere-- un déficit fiscal grave. Y las potencialidades que urge hacer efectivas, como resultado de la evolución del propio sistema, son éstas: Una, la participación de las comunidades en las decisiones de España como miembro de la Unión Europea. Dos, la reforma del Senado que permita la participación de las comunidades en la legislación y en las grandes decisiones del Estado que les afecten. Tres, la institucionalización de las relaciones autonómicas de colaboración (conferencias especialmente). Ahora bien, resulta esencial para el éxito de esta empresa reformadora tener muy claro que tanto la corrección de las disfunciones del sistema autonómico como el desarrollo de sus potencialidades deberán acometerse con observancia estricta de las reglas que informan al propio sistema y con una vocación explícita de totalidad --para todo el Estado--, que excluya el planteamiento bilateral Catalunya-España. Todo ello sin perjuicio de que la plasmación final del Estado autonómico sea asimétrica. Por tanto, en los próximos meses convendrá embridar --que no es ocultar, sino someter a razón-- las afirmaciones identitarias y los alardes simbólicos; será preciso concretar las reivindicaciones en unas demandas cuantificables (competencias, facultades y financiación) que permitan la negociación transaccional; y será útil adoptar la mentalidad de que sólo se trata de dar un paso más en un largo camino, sin cerrar ninguna puerta.