El lastre de Guantánamo

Estados Unidos no solo quiere cerrar Guantánamo, lugar que nunca debería haber abierto, sino que debe cerrarlo, pues el periodo de gracia que le han dispensado sus tribunales hace ya un par de años que caducó. Primero fueron las admisiones de las demandas de los allí ilegítimamente detenidos, aceptado que su indebida privación de libertad pudiera ser revisada por los tribunales civiles norteamericanos pese a la plétora de disposiciones tan absurdas como antijurídicas que pretendían cubrir las vergüenzas que seguían a la vista de todos.

Existe, además, la sospecha de que las cosas pueden ir más allá de estas decisiones judiciales declarativas, es decir, que pueden presentarse querellas criminales o, lo que no sería mejor, demandas civiles multimillonarias por daños. En fin, no parece que los tribunales yanquis vayan a ser tan complacientes como el fiscal general de EEUU, Eric Holder, quien ha permitido que se exculpe, en un informe del verano pasado que se ha conocido ahora, a juristas como Jay Bybee y John Yoo, que diseñaron el sistema de interrogatorios mejorados (!) para la CIA, es decir, la tortura. Tampoco parece que la comunidad de seguridad esté dispuesta a saldar sus culpas.

En esta tesitura, con presos detenidos desde hace más de un quinquenio, sin cargos y por tanto sin juicio a la vista, Estados Unidos debe soltar lastre. Lo lógico sería dejarlos en libertad, pero hacer eso sería reconocer abiertamente la ilicitud de su acción de captura y confinamiento. Al socaire de la cooperación transatlántica, la misma que se dio a los vuelos de la CIA, se requiere a países europeos que acojan a presos. A España le han caído en suerte cinco. ¿Qué van a hacer el Gobierno, la policía, la fiscalía, los jueces con estos invitados? Y, lo que es más importante, ¿con qué base lo pueden hacer? Con la ley en la mano –el mejor instrumento de la democracia–, no cabe hacer otra cosa que, tan pronto pisen tierra española, eventualmente, documentarlos y, en todo caso, dejarles en libertad. No existe norma alguna, ni nacional ni internacional –si esta existiera sería contraria a la Constitución–, que habilite la imposición de la menor restricción de movimientos de estos ciudadanos extranjeros, pues no consta que hayan cometido delito alguno.
Al igual que en el caso de los vuelos de la CIA, la correspondencia entre autoridades diplomáticas, policiales y de los servicios secretos no pasa de ser papeles entrecruzados entre tales autoridades, lo que carece de valor como norma jurídica, que, repito, sería contraria a la Constitución. Los derechos fundamentales de la persona constituyen un límite infranqueable también para los tratados internacionales, aquí inexistentes. Recuérdese: nadie puede ser privado de libertad si no es por causa de delito, y aun así en determinados supuestos. No hay, pues, intercambio de notas que valga. Discreta vigilancia, como se ha anunciado, y punto. Estados Unidos, que durante tanto tiempo ha sido incapaz de imputar criminalmente a los forzados residentes guantanameros, no puede esperar que las autoridades europeas, suavizando el encierro antillano, confinen de nuevo a los inesperados huéspedes sin imputación alguna, por más que se aluda a maldad que nadie ha sido capaz de poner negro sobre blanco.
En España tampoco cabría abrir una causa penal contra nuestros invitados por cuenta ajena con los datos que las autoridades del presidio caribeño hubieran podido recabar de ellos mientras eran sometidos a toda suerte de sevicias, empezando por la indebida privación de libertad. No sería posible esa maniobra, porque el Tribunal Supremo ya la censuró y negó en su día por medio de su sentencia de 20 de junio del 2006, resolución que ya glosé en estas páginas.
En esa fecha, el alto tribunal anuló la condena de la Audiencia Nacional a un ex-preso de Guantánamo porque «desde la legitimidad de la sociedad a defenderse del terror, esta defensa solo puede llevarse a cabo desde el respeto de los valores que definen el Estado de derecho y, por tanto, sin violar lo que se afirma defender». No valieron entonces las llamadas entrevistas: encuentro entre policías españoles con presos ilegalmente detenidos y al margen de cualquier procedimiento, no solo ya válido en España, sino en cualquier país civilizado.

En fin, hacernos con nuevos huéspedes a cargo del magro peculio público podrá suponer un alivio del amigo norteamericano, podrá satisfacer evidentes necesidades humanitarias, pero, más allá de un paripé, no puede suponer limitación alguna de la libertad de acción de estos inesperados invitados. Eso sí, mientras respeten sin tacha la legalidad vigente en su nuevo y generoso país de acogida.
En fin, ningún compromiso suscrito con la Administración de Washington podrá ser hecho valer para que España someta a los recién llegados a restricción alguna. Y andémonos con cuidado, no sea que parte de la lluvia de demandas por violación de derechos humanos vaya a calar los huesos.

Joan J. Queralt, catedrático de Derecho Penal de la UB.