El lecho de Procusto

Acaba de vencer el centenario de Marcelino Menéndez Pelayo, tras una agitación académica poco proporcionada a lo mucho que el montañés ha significado en la cultura española. Hará cosa de un año, la universidad que lleva su nombre me invitó a participar en un ciclo, pero respondí que no. Aunque había leído en tiempos la «Historia de los heterodoxos españoles», no recordaba la obra con precisión y preferí no enfrentarme al reto de glosarla recorriendo el libro al trote o improvisando una opinión de circunstancias. Don Marcelino, sin embargo, estaba en mi agenda, por motivos que sería extemporáneo traer aquí a colación. El caso es que me he echado de nuevo al coleto los Heterodoxos, y no al buen tuntún. Esta Tercera llega tarde, ya lo sé. Siento con todo un bullebulle en la garganta, o, dicho sin remilgos, ganas de pegar la hebra. Y eso es lo que voy a hacer, aunque sea a deshora.

Hay que sumar millones de hombres hasta encontrar uno en que se junten las facultades monstruosas, la vocación intelectual y el talento para la expresión. Don Marcelino forma parte, sin duda, de este club excepcional. La amplitud de sus conocimientos aterra, más todavía a quienes, como yo, empezaron por darse una formación matemática y solo han podido adquirir con trabajo, y muy a medias, los rudimentos de la erudición. Abundancia noticiosa aparte, Menéndez Pelayo mantiene, como he dicho, un trato felicísimo con el idioma español. Borges, un hombre mezquino que no daba puntada sin hilo, o mejor, no se dejaba escapar un elogio sin administrar una cuchillada, destinada o al elogiado o a otro que pasara por ahí, afirmó de Menéndez Pelayo que escribía bien pero era incapaz de pensar. El objeto real del agravio, si no me engaña la memoria, era Ortega, al que Borges consideró ingenioso degradar comparándolo a la baja con un autor mal visto en sus pagos. Borges acierta sobre la calidad literaria de Menéndez Pelayo; es injusto con Ortega, gran escritor, y no desbarra del todo, aunque siga siendo injusto, en lo tocante a la relación de don Marcelino con las ideas.

Me explico. Lo que enajena al español contemporáneo de Menéndez Pelayo no es, meramente, que su mundo moral sea inhabitable. Aparte de inhabitable —lo es Homero, lo es Dante, lo es quienquiera que hable desde premisas o lugares comunes que el cambio histórico ha empujado más allá de donde alcanza la vista—, Menéndez Pelayo es inhospitalario: apenas se sale de la estética literaria, en la que matiza y, por cierto, descuella, trata a los disidentes como enemigos. Una frase lo resume todo. A propósito del erasmismo español, y al filo de una de sus invectivas, asevera: «… la verdad no puede ser más que una y una la autoridad que la interprete». Este principio desaconseja abordar la cuestión que fuere mientras una autoridad previamente reconocida no haya dictado sentencia y señalado qué es A y qué B. Es lo que le ocurre a Menéndez Pelayo, para quien una especie es sospechosa mientras no ostente, al pie, el plácet de Roma.

La resulta es que Menéndez Pelayo estropea su asombrosa erudición, y su evidente inteligencia, barajando los trabajos de crítica y exégesis con las fulminaciones en que suelen esmerarse los comisarios políticos. Anatematiza a Prisciliano, un hereje gallego del siglo IV, en términos parecidos a los que usa en su refutación de los krausistas; o envuelve en improperios idénticos a Erasmo y Lutero, por mucho que uno y otro, si bien se mira, hayan cultivado visiones inconciliables del cristianismo. El porqué de la enemiga común se debe a que ambos desafiaron la estructura eclesial. Ahí reside el quid, el pecado nefando. Las diferencias de fondo cuentan poco cuando se verifica la rebeldía objetiva de no aceptar, sin más, la preeminencia romana. El santanderino, neocatólico militante, acude a un surtido escaso de estereotipos para quitarse de en medio y sumergir en las tinieblas a los desobedientes. Entre las declamaciones menendezpelayistas y las que gastaban los representantes de la mayoría en los procesos de Moscú, existe toda la distancia que se quiera en punto a contenido. La forma, sin embargo, es la misma.

Impresiona, y no es cuestión menor, la aparición reiterada, en los Heterodoxos, de metáforas con resabios racistas. A cuento de Miguel de Molinos, escribe Menéndez Pelayo: «… las gotas de sangre española que el quietismo contiene son de sangre heterodoxa». ¿Por qué dice esto don Marcelino? La explicación, a mi entender, es que su españolismo nos retrotrae a los siglos XVI y XVII. Como afirma en el epílogo a los Heterodoxos, es español fetén aquel que, la cruz en la siniestra y la espada en la diestra, se dedica a expandir la causa católica por toda la redondez del globo. Pero esta estampa es congruente con el imperio, no con la nación, la cual ni en Europa ni en América aparece antes que el Estado moderno, odioso a Menéndez Pelayo tanto en su acepción absolutista e ilustrada como liberal. ¿Qué queda entonces? ¿A qué agarrarse luego de haber recusado la igualdad de derechos y la soberanía nacional, es decir, las nociones de que nos hemos valido los europeos de los dos últimos siglos a fin de sentirnos españoles, o franceses, o italianos? Lo que resta, el único refugio… es la raza o la cultura, o la una entreverada con la otra. En esas está don Marcelino, por falta de alternativas. José María de Pereda, que participaba de emociones del mismo tenor, y que cuando razonaba, que no era muchas veces, lo hacía siguiendo las consignas y fórmulas que su paisano y amigo le susurraba a la oreja, corta por lo sano estableciendo una ecuación entre sangre hidalga, devoción católica a palo seco y resistencia a cuanto trascienda a moderno, desde el periodismo político (que Menéndez Pelayo detesta) al parlamento, el ferrocarril o, qué sé yo, la máquina de coser. En una cosa no se avienen, no obstante, los dos montañeses. Pereda no es un nacionalista español porque, para él, el mundo merece eclipsarse apenas se han traspuesto las crestas que rodean y mantienen intacto al valle edénico en que todavía se respetan las leyes viejas. Incluso Santander se le figura demasiado cosmopolita, demasiado a trasmano, demasiado peligroso. Al contrario que Menéndez Pelayo, el cual querría rescatar a España volviéndola hacia atrás, no existe, no puede existir, un plan perediano de regeneración nacional. En esto, el novelista fue más pobre, aunque también más coherente que el polígrafo. Y, por extraño que parezca, más futurista. El racismo, más el antimodernismo, más el horror a Madrid y sus excesos y corrupciones, anticipan al nacionalismo vasco con perfección rara. Con mayor perfección, por cierto, que la que asiste al propio PNV. Apunto lo último porque no es lícito considerar nefando el Estado moderno y, simultáneamente, ponerse a la tarea de construir uno.

De las muchas bondades literarias en que abundan los Heterodoxos, pocas se comparan, por la facundia, la gracia, y la puntería, con las que saca a relucir Menéndez Pelayo en su diatriba contra Sanz del Río, manadero espiritual de generaciones de signo, llamémosle así, progresista. Y es que, ya se tire a un lado, ya al opuesto, todo nuestro pasado reciente resulta incómodo. Averiguar en él un sitio es como encontrar postura en el lecho de Procusto.

Álvaro Delgado-Gal, escritor.

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