El legado de España

Las estrategias de seducción que han seguido los partidos políticos españoles a lo largo de la última campaña electoral han sido relevadoras de otras realidades que, por entenderse de forma generalizada como secundarias, quedan relegadas o implícitas en el mensaje principal: el que atañe a cuestiones de gobierno (interior y exterior), economía y sanidad.

Se ha tratado de forma reiterada la intención de ofrecer una «educación de calidad». Perdonen, pero habría que partir de un mensaje mucho más claro y básico antes de abarcar esa cuestión como algo rotundo: ¿Qué es educación de calidad? Seguramente, para el principal «vendedor» de este producto, la educación de calidad no coincide en absoluto con mi idea de lo que ésta supone. Entonces, habría que desmenuzar el concepto. No es una cuestión de economía, ni muchísimo menos, es una cuestión de valores, y ahí es donde tropezamos.

En el ámbito universitario (el más debatido por la importancia que tiene), un educación de calidad es aquella en la que una autoridad, es decir, una persona con una formación completa, firme y constatada sobre una materia, va exponiendo un temario en distintas sesiones ante un público heterogéneo, que, previamente, ha decidido formarse en esa determinada área de conocimiento. En mi idea de lo que es una educación de calidad, es requisito imprescindible que el docente tenga unos conocimientos profundos y actualizados sobre la materia que imparte, por supuesto, así como capacidad de comunicación. Asimismo, es fundamental que enseñe a pensar a sus alumnos y no les dé el trabajo triturado, pues eso limita parte del proceso de aprendizaje y las capacidades que deben desarrollar. De nuevo, pasa por la confusión de lo que es la enseñanza de alto vuelo.

El público heterogéneo que se sienta en el aula debe respetar a esa autoridad que el sistema universitario ha establecido, basándose en sus méritos y valía constatada. Exactamente igual que se debe respetar el trabajo de un médico o de un policía. Al final, como he dicho, es una cuestión de valores. Ese respeto pasa por comprender que la Universidad no es un colegio, en el que la enseñanza puede ser «a la carta», es decir, las consultas a la autoridad deben ser las estrictamente necesarias. Esto requiere un grado de madurez mínimo e imprescindible. Quizás el problema es que habría que hacer más pruebas para su acceso. El respeto pasa también por no interrumpir la sesión sin alzar la mano, solicitándolo; acatar las decisiones del profesor sin soberbias infantiles infundadas, tomando represalias en determinados casos; así como por otras muchas cuestiones, que para mí no son menores en absoluto, pero comprendo que pueden serlo para la mayoría: un trato respetuoso, aseo personal obligatorio, no ingerir alimentos en el aula y no sigo por pura vergüenza.

Evidentemente, este comportamiento que para mí va implícito en una enseñanza de calidad formaría parte del legado que el paso por la Universidad dejará en las nuevas generaciones. Se puede estar o no de acuerdo con mis ideas. Nada que objetar en este sentido; pero, al que no lo esté, se le solicita que desmenuce las suyas y explique ¿qué es una educación de calidad? Igual es tan sencillo como el «colegueo» permitido entre profesores y alumnos, que no es más que una prolongación de esos hogares que carecen de padres, porque éstos son amigos. El resultado de esta filosofía educativa plana es una peonza que gira sobre sí misma sin rumbo. La jerarquía es el principio del orden. El humano necesita tener referencias y ésas pasan por saber quién es la autoridad.

Por tocar otro ámbito relativo a la cultura, me referiré ahora a las exposiciones temporales públicas y a la ingente cantidad de dinero de todos que éstas suponen. Los criterios de selección de exposiciones que siguen los museos españoles (me refiero, fundamentalmente, a los de arte contemporáneo) son en su mayoría fruto de los «egos y amigueos» de sus directores. Promesas de artistas que son historia viva, que están encadenados a la eternidad y son cultura en mayúscula. Ríanse de todo eso: exposiciones vacías, artistas que pasarán las siguientes décadas sin pena ni gloria y, lo peor, ni arte ni nada, más bien horrores disfrazados de mensajes retorcidos sin significado alguno.

Se sugiere, muy equivocadamente, que la mayoría no entiende los códigos del arte de nuestro tiempo, porque no están a la altura intelectual que éste requiere. No, perdonen, lo que no está a la altura es la claridad en el objetivo que se persigue con determinadas exposiciones temporales llevadas a cabo en las entidades públicas. Ya está bien de tomarnos el pelo, dejen de gastar nuestro dinero en las vacaciones eternas de unos amiguetes autodenominados como artistas. Se demanda una cultura comprensible, accesible, enriquecedora, estimulante y acorde a la demanda general, no a la particular de unos individuos políticamente correctos.

La conclusión a todo lo expuesto es que es necesario y lícito desgranar cuestiones que no pueden esconderse detrás de una etiqueta tan general. La educación es la base del devenir de nuestro país. La cultura actual es nuestro legado para las próximas generaciones. Entonces, los votantes deberíamos exigir que nos aclaren: ¿Qué es educación de calidad? ¿Qué criterios se siguen en la selección de las exposiciones públicas? Creo que no es mucho pedir.

Clara Zamora Meca, profesora de Historia de la Universidad de Sevilla.

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