El legado de Nelson Mandela

La primera generación de sudafricanos libres de la losa psicológica del apartheid ejerció su derecho al voto a principios de mayo. Comicios desarrollados en profunda orfandad, pues también fueron los primeros celebrados desde la llorada desaparición física de Nelson Mandela, encarnación de los sueños de igualdad y libertad, el hombre providencial que realizó los anhelos seculares de un pueblo sometido por los epígonos de la barbarie racista, empeñados en negar la humanidad de otros seres humanos.

No hubo sorpresas: revalidó su mandato el dirigente del Congreso Nacional Africano (CNA), Jacob Zuma, sin el brillo de sus predecesores, Mandela y Thabo Mbeki. Estas elecciones no suscitaron la ilusión que inundó al mundo en 1994, cuando tuvieron lugar las primeras con sufragio universal, tras la excarcelación del preso político más famoso del mundo, que sacrificó su vida –27 años de cautiverio en la prisión de Robben Island– por su firmeza y coherencia en la defensa de valores elementales: la dignidad inherente a toda persona, no someterse a la arbitrariedad. Zuma no es Mandela. Las numerosas sombras que oscurecen su vida, política y privada, le alejan de la altura moral del líder fallecido en diciembre pasado. Diríase, tras la breve pero excepcional e intensa etapa de Mandela, que la política sudafricana se desliza hacia los modos poco ejemplares de una África donde, medio siglo después de la descolonización, y pese a sus potencialidades humanas y económicas, apenas se vislumbran horizontes de equidad y progreso. Pesan atavismos y condicionamientos externos, pero también falta voluntad.

El legado de Nelson MandelaNo resulta fácil gestionar la herencia. Dos décadas de democracia no han sido suficientes para borrar las secuelas del régimen segregacionista. Entre ellas, la profunda desigualdad que todavía opone a una minoría blanca que lo posee todo y una mayoría negra condenada a sobrevivir. Importantes bolsas de miseria envuelven ciudades y los antiguos «bantustanes», caldo de cultivo de una delincuencia que convirtió Sudáfrica en un país poco seguro. La corrupción galopante, que irradia del entorno presidencial, según demuestran recientes dictámenes de la incansable Thuli Madonsela, Defensora del Pueblo; las peligrosas condiciones de trabajo en las minas, que provocan huelgas y manifestaciones reprimidas por el Gobierno con resultados trágicos; el paro juvenil, los pavorosos índices de sida y otras lacras coexisten con un crecimiento económico estimable, que sitúa a Sudáfrica como referente destacado entre los países emergentes. El reto actual es enfrentarse al futuro sin Mandela. Sus funerales fueron prueba irrefutable de la sólida cohesión alcanzada, incólume pese al desafío de grupúsculos supremacistas blancos y negros empecinados en exhumar la pesadilla.

Con todo, puede considerarse la cultura el nervio medular del legado de Mandela. Signo de los tiempos, la resistencia contra el apartheid se impregnó en sus albores de ideologías excluyentes y racismo antiblanco, embriones de un negativismo estéril. Otro héroe de la civilidad, Steve Biko, asesinado en Port Elizabeth en 1977, resumió la esencia del impulso hacia la madurez: «El arma más poderosa en manos del opresor es la mente del oprimido». Al descolonizar las mentes, la lucha por la liberación superó los estrechos márgenes que la constreñían, y la estrategia global de recuperación de la plena personalidad ganó eficacia, al aunar en la conquista de los derechos políticos a todos los sudafricanos, sin parcelarlos en clases o razas. Fructificó primero en la música –iconos como Miriam Makeba– y en las artes plásticas; la literatura –concebida desde el principio como savia de autoafirmación, concienciación y universalización– consagraría su éxito definitivo.

Sin duda, Peter Abrahams es el primer nombre de una pléyade portentosa de escritores cuya obra incidiría en ese doble objetivo. El compromiso político y social como emblema sería también asumido por otro clásico, Ezekiel Mphahlele. Destaca en ambos el recelo ante la teoría de la «Negritud» formulada por intelectuales francófonos desarraigados –Leópold Sedar Senghor, Leon Gontras Damas, Aimé Césaire–, reparos recogidos por numerosos e influyentes escritores africanos en lengua inglesa, de Wole Soyinka –premio Nobel nigeriano– a Ngugui wa Thiong’o, el eterno candidato keniano.

Su peculiaridad plurirracial y multicultural desgarró Sudáfrica durante siglos, pero impidió al mismo tiempo que el compromiso de sus intelectuales se manifestase en una única dirección –la lucha contra el colonialismo y la afirmación de los valores negros–, característica inmanente de la cultura poscolonial africana. Este rasgo permite comprender la complicidad de los creadores sudafricanos de todas las razas, unidos contra la opresión racista, esencialidad de su expresión artística y literaria. Matizado así el concepto de «nacionalismo», aparece sin estridencias narcisistas, logrando articular un modelo de tolerancia rarísimo en el continente. Singularidad que nutre las aspiraciones universales de un rearme moral.

Resulta notable que los textos de Alex La Guma y Zoë Wicomb (mestizos); Mazisi Kunene, Sipho Sepamla, Wally Serotela, Lewis Nkosi, Miriam Tlali, Ellen Kuzwayo, Bessie Head o Gibson Kente (negros); Nadine Gordimer, John M. Coetzee –premios Nobel–, André Brink, Breyten Breytenbach, Alan Paton o Bryce Courtenay (blancos), por citar unos pocos, transmitan pálpitos y escenarios compartidos: posicionamiento frontal contra la represión y la exclusión social por motivos raciales, Soweto, Sharpeville, o la memoria de los héroes principales de aquella epopeya. Superado el temor recurrente tras la liberación de Mandela –si contra el apartheid se creaba mejor–, las nuevas generaciones van encontrando sus propias propuestas.

Originalidades llamativas de la literatura sudafricana son, asimismo, el doble empeño de muchos autores, inmersos al mismo tiempo en la creación y en la recuperación de la oralidad tradicional. Desde el siglo XIX, florece la producción cultural en lenguas africanas (xohsa, zulú, suto, shona, ndebele y fanakalo) y en afrikaans, el habla de los bóers, los colonos calvinistas holandeses establecidos en el país desde el S. XVII, huyendo de las guerras de religión en Europa. Exponente de la perversa política de «desarrollo separado» impuesta por el régimen segregacionista, este absurdo se convirtió, paradójicamente, en útil instrumento de conservación y desarrollo de estas culturas étnicas. Fenómeno infrecuente en otras latitudes del continente, donde no pocas lenguas y demás expresiones del acervo africano desaparecen en favor de lo asumido tras el fenómeno colonial.

Donato Ndongo-Bidyogo, escritor.

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