El legado de Trump

Donald Trump ya no es realmente el presidente de Estados Unidos. A pesar de sus esfuerzos, bastante confusos, por impugnar el resultado de las elecciones, los estadounidenses, incluso en su propio Partido Republicano, ya no le consideran jefe del Estado. Trump, ausente de la Casa Blanca, parece haber abandonado su despacho para refugiarse en su campo de golf en Florida. Este es el epílogo un tanto patético de una aventura extraordinaria que comenzó en 2016 a bombo y platillo. ¿Podemos sacar, más allá de la personalidad inusual de Trump, tanto si amamos como si odiamos a este personaje, alguna enseñanza válida para todas las democracias? Creo que es posible hacer un primer análisis, aun a riesgo de tener que revisarlo: así es la ley del género, solo las necrológicas son inmutables.

La primera lección que debemos aprender de Trump se remonta a su elección y popularidad posterior, intacta en su bando durante cuatro años y odiosa para sus rivales, lo que significa, en mi opinión, que en todas las democracias hay una mayoría de votantes cansados de la política tradicional, de la jerga de los partidos, de la naturaleza abstracta de los programas, que no guardan relación con sus preocupaciones diarias.

Trump, saltándose los medios tradicionales, rompiendo con el lenguaje convencional e incluso con el decoro, electrizó a sus electores e ilustró lo aburridos que eran los viejos partidos y los candidatos almidonados. Podemos poner en duda la vigencia del programa de Trump, que, por otra parte, no aplicó, pero no se puede negar que reveló la vacuidad de los otros. Este éxito de Trump ha supuesto la derrota de las tradiciones políticas desgastadas, tanto de izquierdas como de derechas. Se ha necesitado el Covid y su desastrosa gestión de la enfermedad para que el clásico Biden ganara, y por muy poco. De modo que no nos engañemos con el resultado final: los partidos y candidatos tradicionales se ven afectados por un inmovilismo esencial, y si no se renuevan, tarde o temprano serán barridos, en todas las democracias, por los clones de Trump.

Las elecciones de 2016, segundo legado que hay que considerar, subrayan lo persistentes que son las pasiones nacionalistas, xenófobas y antielitistas: en nuestros países, los votantes se dividen ahora por igual entre los arraigados y los desarraigados, los que son de aquí y los que se sienten de todas partes. Trump ha demostrado que el viejo nacionalismo, lejos de ser arcaico, une tanto, si no más, que la adhesión al globalismo, el multiculturalismo y las políticas transnacionales, lo que, obviamente, es válido para la UE, como demuestran los gobiernos actuales de Polonia y Hungría, nacionales y cristianos, mientras se embolsan los subsidios europeos. En definitiva, la demagogia es políticamente rentable, porque responde a un deseo persistente de identidad nacional y cultural de la mitad de la población: el trumpismo es ciertamente una receta electoral. ¿Pero es un método de gobierno?

En este sentido, el historial de Trump es desastroso. Tercer legado: no ha dado una respuesta seria a los problemas reales que ha planteado. ¿En el interior? Inmigración, desindustrialización, desigualdad ante la enfermedad, agravamiento de las desigualdades sociales, drogadicción, racismo. Sin respuesta, ni siquiera el esbozo de una reflexión. ¿En el exterior? Corea del Norte, Irán, China, guerras interminables en Oriente Próximo y el Cuerno de África, presunto terrorismo islámico. Trump ha dejado todas estas amenazas en el mismo estado en que las encontró. El único cumplido que podemos hacerle es que no ha añadido otra crisis o guerra a las que ya existían.

¿Esta incapacidad para gobernar, para decidir sobre cualquier asunto, se debe a la personalidad caprichosa de Trump o es inherente al populo-trumpismo? A ambos, sin duda. La experiencia con Trump demuestra que una máquina para ganar las elecciones no permite, sin embargo, dirigir una nación: el nacionalismo puede calentar los corazones, pero ha demostrado que no tiene ningún efecto sobre las desigualdades sociales ni las maniobras de China o Corea del Norte. El desastre del Covid, que ha arrasado en Estados Unidos incluso más que en Europa, es, en este sentido, una revelación significativa de los límites del populo-trumpismo: el virus es transnacional, de modo que la estrategia para hacerle frente solo puede ser mundial. Trump no lo ha entendido, porque la globalización, que ahora es un hecho, no coincide con su ideología. La paradoja última del trumpismo es que saldremos de la pandemia, comenzando por los estadounidenses, gracias a vacunas sin identidad nacional, desarrolladas conjuntamente en Alemania, India, Gran Bretaña, Francia y otros países tanto como en Estados Unidos.

En resumidas cuentas, el verdadero legado de Trump es que el populo-trumpismo no funciona porque ya no es actual; esta observación nos obliga a imaginar alternativas claras y comprensibles para todos, algo de lo que aún parecen muy distantes los partidos tradicionales en Occidente. Limitarse a rechazar a Trump y el populo-trumpismo no es una solución a largo plazo, pero el programa político para una sociedad abierta aún está por escribir.

Guy Sorman

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