El legado del 23-f

Por Ricardo García Cárcel. Catedrático de Historia Moderna Universidad Autónoma de Barcelona (ABC, 23/02/06):

HACE hoy veinticinco años. El 23 de febrero de 1981 ha quedado en el imaginario de los españoles que lo vivimos, todavía jóvenes, como el día más trascendental de nuestra generación: el día que pudo cambiar nuestra historia. Los responsables de aquel intento de golpe de Estado han cumplido ya con las sanciones penales que la justicia democrática les impuso -fue capaz de imponérselas-, lo que, dicho sea de paso, dice mucho en favor de la calidad democrática de nuestra transición hoy tan cuestionada. Todos los análisis del 23-F coinciden en la extrema gravedad de aquellas diecisiete horas y media en que se decidió el futuro democrático de nuestro país. De los once capitanes generales del Ejército, sólo cuatro se opusieron con firmeza al golpe desde el primer momento. También parece haber consenso en el perfil de los grandes protagonistas de aquel día a uno y otro lado de la raya constitucional.

En la salvaguarda de la Constitución, debe ser evocado aquí, una vez más, el Rey Don Juan Carlos, el referente de todas las miradas aquel 23-F, como jefe del Estado y máximo responsable de los ejércitos. Una prueba de fuego para un Rey joven que tendría que marcar distancias, en una situación límite, respecto a personas que habían sido de su confianza, como Armada. El Rey salvó la Constitución con energía y prudencia y ese capital ha dotado de legitimidad moral todo su reinado. La antítesis de Fernando VII en 1814 y de su propio abuelo en 1923. Pero tras el Rey emerge la figura de Adolfo Suárez. La feroz crítica a su Gobierno de sus adversarios y de sus presuntos amigos fue el eje del discurso ideológico de los golpistas. Sujeto paciente, receptor prioritario, de las terribles tensiones de una coyuntura económicamente difícil y en la que el terrorismo hacía estragos (402 muertos de 1975 a 1980), Suárez fue machacado, con la particular capacidad destructiva que nos caracteriza, hasta límites increíbles. El hombre a batir. Su dimisión, hecha pública el 29 de enero de 1981, obligó a alterar la estrategia golpista. Contrariamente a los que creen que la dimisión supuso un vacío de poder propiciatorio para el golpe, parece cierto que ésta sirvió más bien para deslegitimar la obsesión antisuarista de los golpistas, para desnaturalizar el motivo de tantas y tantas reuniones conspiratorias. Su dignidad -como la de Gutiérrez Mellado- en el Congreso quedará en los anales de la mejor historia de España. Pero fueron muchos los que podrían ser evocados como decisivos contribuyentes al fracaso del golpe, empezando por Sabino Fernández Campo, el desactivador de la trama en su momento decisivo, y acabando por Francisco Laína, la representación de la normalidad institucional en plena excepcionalidad política.

En el otro lado de la raya, en el salón del ángulo oscuro de la trama golpista, el triángulo protagonista es bien conocido. Tejero fue la imagen del golpe. Su revólver en la mano, su tricornio, su «todos al suelo» fue la representación arquetípica -y pronto caricaturizada- del golpe. Era el conspirador vocacional, el agitador anticonstitucional, de tanta tradición en nuestra historia. Su profesionalidad como golpista parece bien patente. Cumplió linealmente, como nadie, el guión asignado. Miláns fue el único capitán general rebelado con ostentación de tanques en las calles de Valencia. Un militar con varias generaciones en su familia de ilustres militares, con experiencia de protagonismo político, ya en el lado progresista, ya en el conservador. Un nostálgico de tiempos irrepetibles con vanidades profesionales heridas y el sentido del honor mal interpretado. Por último, el general Armada, un hombre ambicioso, íntimamente convencido de ser la solución que él, entre otros, había contribuido a convertir en caótica. Su estrategia fue la del calamar, a partir de una red de relaciones que pivotaba permanentemente en torno al Rey, al que le unían viejos lazos de amistad. Dios salve al Rey de determinados monárquicos incondicionales. Armada engañó a todos. Sobre todo a sí mismo. Quiso inventar un golpe a lo De Gaulle, muy distinto (nadie sabe si sobre la marcha o era algo ya preconcebido) a los tradicionales de este país. El ensayo fue un desastre. Afortunadamente. Detrás de los tres grandes protagonistas hubo mucha gente. Militares y civiles. ¿Hubo trama civil? Nunca lo sabremos.

Hoy, el 23-F más que curiosidades mórbidas sobre detalles de aquel día nos debería suscitar estímulos de reflexión histórica. En primer lugar hay que decir que se trata del primer golpe mediático de la larga historia de pronunciamientos y alzamientos militares de nuestra historia. El papel que tuvieron los media (la televisión, retransmitiendo la entrada de Tejero en el Congreso; José María García, en plena euforia mediática, comentando, desde el Palace, las iniciativas contra los golpistas, cual si se tratara del partido de la jornada; la escena final del Rey en la televisión, eliminando todas las dudas y temores) fue decisivo. Los golpistas no estaban preparados para asumir la visibilidad mediática. La luz les deslumbraba. Conviene, también, desmentir, la imagen de «conjura de los necios» que sólo ha puesto el acento en determinadas torpezas de los insurrectos. Si repasamos las tramas que han dado lugar a los grandes golpes militares españoles, se constata que la urdimbre no era tan diferente. Es muy fácil frivolizar a posteriori. El fracaso hay que ponerlo en la cuenta de la inteligencia de los debeladores de aquella operación y desde luego en múltiples factores aleatorios que jugaron a favor de la democracia. La pregunta, en cualquier caso, sigue siendo: ¿para qué sirvió aquella triste experiencia del 23-F? La importancia de aquel día no es que pudo cambiar la historia, sino que la cambió. De resultas del 23-F, hubo una reconducción del proceso autonómico, la plena consolidación social de la Monarquía de Don Juan Carlos, la voladura controlada de la UCD, la presión creciente para el ingreso de España en la OTAN, el ambiente propicio para el triunfo apoteósico del PSOE en las elecciones de 1982 y la reconversión militar en su organización y en las funciones asumidas dentro y fuera de España, que debe ciertamente mucho a la mala conciencia generada por aquel episodio.

Algunos piensan que aquel 23-F acabó con la inocencia de la democracia recién nacida, inoculó miedo en las conductas e hipotecó de lastres conservadores las expectativas de cambio. Otros creen que, al contrario, sirvió para reforzar de legitimidad moral la sociedad civil, cuya inocencia se perdería ya en la década de los noventa por razones que nada tenían que ver con el golpe, desvinculó a esa sociedad de la tutoría militar y nos abrió las puertas de Europa, una Europa con sensibilidad, no exenta de paternalismo, a las desgracias históricas de «la pobre España» víctima de inquisidores, tiranos y generales, una Europa a la que resultó fácil convencer de la necesidad de acabar con la fuente de todos los problemas: el aislamiento español. Personalmente, creo que de aquella experiencia todos tenemos que aprender. De los agitados tiempos en los que se inserta el golpe, deberíamos aprender los riesgos de determinados atajos democráticos, los peligros del imaginario desbordante más allá de los límites de la Constitución (¡aquellas conversaciones leridanas de Armada!), la amenaza de los salvadores de España contra la voluntad de los salvados. Pero sobre todo deberíamos reproducir en nuestra memoria las sensaciones del día siguiente al 23-F, la euforia del constitucionalismo triunfante, el triunfo de una sociedad que quería salir del túnel del franquismo y que había superado la enfermedad infantil de su recién estrenada democracia. Nunca fuimos tan demócratas, nunca fuimos tan constitucionalistas. Nunca fuimos tan felices como al día siguiente. Veinticinco años más tarde, uno reivindica, no ya el derecho a la nostalgia, sino el derecho a la coherencia respecto a lo que celebramos aquel 24-F.