El legado tóxico de Netanyahu

El legado tóxico de Netanyahu
John Moore/Getty Images

Pronto Binyamin Netanyahu dejará de ser primer ministro de Israel. Tras doce años en el poder ¿qué clase de país deja?

Netanyahu no fue siempre el halcón irremediable que sus adversarios (sobre todo fuera de Israel) pensaron que era. Dio muchas muestras de un agudo pragmatismo, reflejo de una inteligencia penetrante, mucho conocimiento de la historia, un dominio impresionante de temas económicos y una comprensión profunda de las tendencias regionales y globales.

Pero como su objetivo supremo era conservar el poder, tendió a concentrarse más en complacer a su base de seguidores que en promover el interés nacional. Eso implicó con (creciente) frecuencia generar enfrentamientos, apelando a los instintos tribales de la gente. Su estilo de gobierno fue la incitación, y sus políticas se corresponden con su retórica ultranacionalista y antiárabe.

Por ejemplo, Netanyahu respaldó la «ley de nacionalidad» de 2018, que en la práctica convierte a los árabes israelíes en ciudadanos de segunda categoría. Y asumió como objetivo propio la anexión de tierras palestinas (una cuestión en la que las coaliciones israelíes de derecha siempre vacilaron), lo que en la práctica significó la normalización del extremismo religioso sionista.

Los sucesivos gobiernos de Netanyahu han trabajado sin descanso para crear condiciones que permitan anexar la Cisjordania ocupada. A veces pareció que antes que Israel priorizaba la fantasía de Judea y Samaria (compartida por muchos de sus seguidores), para cuya concreción invirtió miles de millones de dólares.

Y sin embargo, Netanyahu no fue siempre el enérgico constructor de asentamientos judíos en Cisjordania que sus electores esperaban. En 2009 prohibió por diez meses la construcción de asentamientos nuevos, una decisión que la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton calificó como «sin precedentes» (aunque los miles de proyectos de ampliación de asentamientos ya existentes que estaban en marcha pudieron continuar sin restricciones).

En 2014 negoció un plan de paz con el presidente palestino Mahmoud Abbas, en el que adoptó algunas posiciones inesperadamente razonables. Pero para mantener contenta a su base de derecha, se negó a restringir las construcciones de colonos judíos en Cisjordania y Jerusalén oriental, incluso durante las negociaciones.

Una lógica similar operó en las concesiones exorbitantes que hizo a la comunidad ortodoxa israelí, contrarias a sus propios intentos anteriores, como ministro de finanzas a inicios de este siglo, de cortar la dependencia parasitaria de esas comunidades respecto del Estado. Y al contrario, invirtió mucho menos en mejorar las condiciones de la periferia más pobre de Israel, confiado en que sus ataques incesantes a las viejas «élites» liberales bastarían para mantener la lealtad de los votantes en esas áreas.

El énfasis de Netanyahu en la supervivencia también se refleja en su historial como forjador de coaliciones. El que antes se aliaba con partidos de centroizquierda y centro, tras las últimas cuatro elecciones legislativas no vaciló en gobernar con el supremacismo judío.

Esto no refleja un auténtico giro ideológico, ya que entonces, en marzo Netanyahu no hubiera estado dispuesto a llegar a un acuerdo de coalición con la Lista Árabe Unida (Ra’am), un partido islamista vinculado con los Hermanos Musulmanes. Hablamos del mismo hombre que en 2015, para mejorar las chances de su partido en una competencia muy pareja, advirtió a sus seguidores que los árabes israelíes estaban yendo «en manada» a votar.

De modo que Netanyahu pasará a la historia israelí como el político que legitimó la participación de un partido árabe en el gobierno. Todo sea con tal de conservar el poder. Pero es muy posible que este hecho en particular haya sido su ruina: la coalición que formaron sus adversarios políticos no sería bastante grande para sacarlo del cargo si no estuviera Ra’am.

Y no es el único aporte que hizo Netanyahu a la formación de la nueva coalición. A los ocho partidos de muy diversas ideologías (izquierda, centro, nacionalismo de derecha e islamismo árabe) que la integran, los une una sola cosa: el deseo de destituirlo. Muchos integrantes son exaliados de Netanyahu, cada vez más desencantados por su conducta narcisista, arrogante y a menudo vergonzosa, y para quienes las tres acusaciones que se le presentaron por corrupción e incumplimiento de los deberes del funcionario público fueron la gota que colmó el vaso.

La facilidad de Netanyahu para perder amigos también puede verse en el deterioro de la imagen de Israel en Estados Unidos, sobre todo entre moderados y liberales (incluida la mayor parte de los judíos estadounidenses). Su estrecho acercamiento al Partido Republicano y al expresidente Donald Trump polarizó la cuestión del apoyo a Israel.

Y es probable que la última escalada de violencia con los palestinos haya alejado todavía más a muchos estadounidenses. Y en particular fue un llamado de atención para Netanyahu, que creía tener al nacionalismo palestino prácticamente derrotado. Creencia reforzada por la reciente firma de los Acuerdos de Abraham para el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Israel y cuatro estados árabes.

Netanyahu supo aprovechar los cambios regionales para beneficio de Israel. Comprendió que los regímenes sunitas de Medio Oriente temían levantamientos populares similares a la Primavera Árabe de 2011, así como el ascenso de un Irán nuclear (shiita). Esto, sumado al reconocimiento de la pérdida de interés estadounidense en la región, creó una oportunidad única para que Israel normalizara relaciones con esos países, un aparente triunfo diplomático sobre los palestinos.

Y sin embargo (como muestran los hechos de violencia recientes), el problema palestino de Israel es tan grave como siempre, y Jerusalén sigue siendo la chispa capaz de iniciar una guerra religiosa en Medio Oriente. La contraproducente oposición de Netanyahu al acuerdo de 2015 sobre el programa nuclear iraní y su consiguiente incapacidad para poner freno a las ambiciones nucleares de Irán y a sus planes regionales sólo agravan el riesgo de un estallido regional.

Además de los Acuerdos de Abraham, Netanyahu guió otros dos grandes cambios estratégicos. En primer lugar, aprovechando la nueva condición de Israel de potencia productora de gas en el Mediterráneo oriental, forjó una alianza estratégica tripartita con Grecia y Chipre para hacer contrapeso a las aspiraciones desestabilizadoras de Turquía. En segundo lugar, amplió los lazos económicos de Israel con China, Japón y la India.

Pero el legado económico de Netanyahu también deja mucho que desear. Sus estrictas políticas neoliberales dañaron el Estado de bienestar y consolidaron la posición de Israel como uno de los países más desiguales de la OCDE, con un 21% de la población por debajo de la línea de pobreza.

En definitiva, Netanyahu deja un legado de tensión, odio y caos. Israel está más dividido que nunca, y los israelíes han perdido en general toda esperanza de que su país pueda ser a la vez judío y democrático. ¿Puede un gobierno unido solamente por la aversión a Netanyahu revertir ese legado?

Shlomo Ben Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy. Traducción: Esteban Flamini.

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