El lento silencio del rural

En el rural hay tres clases de silencios. Está el silencio presente, el más perceptible. El de la quietud de las piedras y las rocas, de los matorrales que crecen en el interior de las casas abandonadas y el del césped que tapa los caminos. El del polvo que se posa en los aleros, el de la humedad que pudre las vigas que sostenían tejados, el de los cristales rotos.

Está el silencio pasado, algo más escondido. El primer sueño de un recién nacido, durmiendo en cama caldeada por un fuego de leña. El de aprobación de un padre ante la petición de la mano de su hija. El de la cosecha, creciendo entre adversidades.

El primer silencio nos llena el oído. El segundo requiere que cerremos los ojos y nos esforcemos en percibir la vida que ha llenado aquellas casas, aquellos caminos.

El lento silencio del ruralY luego está el tercer silencio, que no puede percibirse con los sentidos. Es el de las risas de los niños jugando al escondite en la carballeira, el de los besos robados detrás de la fuente, el de la azada rompiendo los terrones de fértil tierra negra, que ahora espera, yerma por ausencia. El tercer silencio es el silencio futuro, el de los sonidos que son vida, el de los sonidos que no volverán a escucharse. El de los nombres de lugares que ya nunca vuelven a pronunciarse. El tercer silencio, el más lento, solo puede percibirse con el corazón.

Estos tres silencios son los que, poco a poco, van devorando la vida en los pueblos de la Costa da Morte, de Asturias, de Soria o de Almería. Las aldeas mueren porque los jóvenes se marchan, en busca de una existencia mejor, y sus hijos nacen en la ciudad, o peor aún, bajo otra bandera. En Galicia ya quedan vacías más de treinta aldeas cada año. En esa comunidad es donde más se sufre el lento silencio de la despoblación, pues ya concentra la mitad de los pueblos fantasma de toda España. Los núcleos deshabitados en el mapa gallego sumaron el pasado año 1.549 y crecieron en 193 con respecto al año pasado. Otros 700 tienen un único habitante. Y no hablamos solo de núcleos urbanos pequeños. Municipios como el de Neda, en la provincia de La Coruña, con un censo de más de 5.000 habitantes, tienen decenas de casas deshabitadas a los pies de su principal vía de entrada.

La particular orografía gallega hace especialmente vulnerable a la despoblación. Sus municipios parecen esparcidos por el mapa como dados gigantes arrojados por un dios travieso. Año tras año, la Xunta se ve obligada a cerrar un colegio tras otro por no cumplir el mínimo imprescindible de seis alumnos por centro. Los que quedan atrás tienen que recorrer decenas de kilómetros para educarse, con el consiguiente sacrificio para los padres. Es un sacrificio diario que hoy en día muy pocos son capaces de mantener a largo plazo. Cada familia que mete sus cosas en un camión atestado y se marcha con lágrimas en los ojos mete en esa misma trasera del vehículo una parte de la solución, poniendo proa hacia la incertidumbre e incrementando aún más la brecha.

Niño a niño, persona a persona, puesto de trabajo a puesto de trabajo, el rural se va vaciando. En A Xesta, un lugar en el municipio de A Lama, solo están habitadas 50 casas de las 176 que están esparcidas por los bellísimos montes de esa localidad del interior pontevedrés. En el único bar de A Xesta hay días de invierno en que el único cliente es el panadero. Un lento silencio alargado en el tiempo, roto únicamente por el borboteo ahogado de la cafetera, preparando un triste cortado. Terrible contrapunto a la soledad, ese euro solitario sobre la barra, recogido con desgana por Olalla, la camarera. Sabe que cuando lo levante y lo eche a la caja no volverá a entrar ni un cliente más hasta el día siguiente. Y así cada jornada, con la vista clavada en el televisor, fregando a mano, despacio, con desgana, la única taza sucia.

La sangría de almas del rural, las chimeneas apagadas, el ulular del viento en los salones desiertos es la consecuencia, pero la causa es mucho más oblicua e inasible. Es la pérdida de la esperanza, el abandono de la ilusión, el ejercicio de la callada desesperación en la que, decía Thoreau, viven la mayoría de los seres humanos. Cuando el silencio crece es sencillo pensar que la felicidad está en otro lugar, cuando debe, en suma, nacer del interior. Por eso el rural debe repoblarse, antes que con niños, con esperanza, y esta se alimenta de las oportunidades. Sin embargo, a diferencia de la felicidad, estas son extrínsecas y hay que fabricarlas, cuidarlas y protegerlas.

En A Xesta han comprendido esto, y por eso han puesto en alquiler una decena de casas del municipio por el simbólico precio de cien euros al mes. La luz, el alquiler y el mantenimiento corren de parte del inquilino. Y los teléfonos ya han empezado a sonar. Puede que el gesto de los habitantes de la aldea pontevedresa sea simbólico, una gota de agua en el mar, pero el mar es a fin de cuentas un número finito de gotas, y alguna tiene que ser la primera. Pero una sola gota al sol se evapora fácilmente, y es ahora cuando hace falta que los poderes del Estado apoyen esta y otras estrategias para devolver la vida a nuestros pueblos, antes de que perdamos la batalla.

En el rural hay tres clases de silencios. El silencio del pasado, el de la sabiduría de los que se marcharon, que puede acompañar como una cálida manta. El silencio del presente, el de la paz de la distancia, que puede servir de bálsamo a quienes viven rodeados de ruido y confusión. Y el lento silencio de un futuro desértico, que con ayuda de la esperanza seremos capaces de derrotar.

Juan Gómez-Jurado, escritor.

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