El liberalismo cumple 175 años

En un reciente número, The Economist recuerda que en 1843, es decir, hace 175 años, James Wilson, un sombrerero escocés, fundó un periódico cuyo propósito era la libertad de comercio y de mercados y la reducción del papel de los gobiernos («limited government»). Desde entonces hasta hoy, esta ideología, como dice también The Economist, ha sido «la responsable del mundo moderno pero el mundo moderno se está volviendo contra ella». Es un magnífico y acertado resumen.

El liberalismo, aunque sigue siendo un factor decisivo en el mundo económico, está perdiendo fuerza en el terreno político ante la «irresistible ascensión» de los populismos nacionalistas, prácticamente en todos los países del mundo occidental, con la única excepción de Japón. Es un auténtico drama que los no populistas no saben todavía cómo afrontar. Pero en algún momento habrá que hacerlo. Y uno de los caminos correctos, por no decir el único, sería revivir el liberalismo verdadero que «no es otra cosa -lo afirmó Ralph Darendorf-, que una teoría política de la innovación y el cambio». Es, por ello, la única ideología capaz de adaptarse con flexibilidad, con inteligencia y con eficacia a los nuevos valores, la nueva cultura y las nuevas oportunidades que están surgiendo en esta época fascinante que va a estar dominada -por el momento con escasos controles éticos- por desarrollos científicos y tecnológicos espectaculares y por cambios sociológicos, especialmente el del nuevo protagonismo de la mujer, cuya incidencia va a ser mucho más intensa y más profunda -y desde luego más positiva- de lo que pensamos.

El liberalismo cumple 175 añosPero la resurrección del liberalismo no va a ser una tarea fácil. En una Tercera de ABC publicada hace diez años bajo el título «El liberalismo auténtico», aludí a las manipulaciones sectarias y abusivas que estaba sufriendo esta ideología y me gustaría, ahora, resumir y en algunos casos ampliar algunas de las reflexiones de entonces, porque, con motivo de este aniversario, se están volviendo a manifestar esas manipulaciones que van desde declarar la muerte del liberalismo a denunciar su culpabilidad en todos los desastres económicos y políticos de las últimas décadas. Vuelve en alguna forma la idea de que «el liberalismo es pecado», el famoso panfleto publicado en 1884 por el sacerdote Félix Sardá, un tema al que en 2011 Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo se refirieron en un buen libro que llevaba el título contrario.

Tanto conservadores como socialistas vienen intentando apropiarse del adjetivo liberal desde hace mucho tiempo pero con escaso éxito. El liberalismo conservador y el socialismo liberal tienen algo -y a veces mucho- de contradicción en términos. Existe un componente antiliberal en ambas ideologías que es imposible disimular. No tienen, en síntesis, fe en el individuo ni están dispuestas a centrar en él la acción política básica. Sus características básicas acaban emanando de una u otra forma. A los conservadores les sigue gustando conservar y a los socialistas, socializar. Y por ahí, ciertamente, no se va ni se llega al futuro.

El liberalismo es muy exigente. Aclaremos, por de pronto, varias cosas. No es, desde luego, liberal la persona que confiesa y defiende sentimientos xenófobos o racistas como hace en estos momentos un alto porcentaje de la ciudadanía del mundo occidental; no es liberal la persona que pretende poseer, nada más y nada menos, que la verdad absoluta; no es liberal, en concreto, quien afirma que su religión además de ser verdadera, es la única verdadera y que, por ende, las demás son falsas o como poco, menos salvíficas; no es liberal el que defiende tradiciones o privilegios aunque sean causa importante de desigualdades; ni tampoco el que acepta esas desigualdades como inevitables, e incluso naturales a la condición humana; no es liberal el que coloca a la sociedad como un valor superior al individuo y a la igualdad como un principio que prevalece sobre el de libertad; no es liberal -y merece la pena aclarar bien este tema- el que mitifica y sacraliza el mercado como la panacea universal.

El liberalismo entiende que, por regla general, el mercado es el sistema que permite una asignación más eficiente de los recursos y por ende el que mejor facilita no sólo la creación sino también la distribución de la riqueza. Pero si por cualquier razón ello no fuera así, el liberalismo ha defendido y defenderá inequívocamente la actuación del sector público y su intervención directa, con tal de que no tenga carácter permanente y el proceso pueda ser controlado en todo momento por la sociedad civil. El liberalismo se opone, sin la menor reserva, a toda forma de concentración de poder económico, sea público o privado, y por ello reclama una aplicación estricta de las leyes antimonopolio y de las normas que defienden una competencia leal. El liberalismo no tiene nada que ver con el llamado «capitalismo salvaje» ni con ningún sistema que provoque la indefensión y la opresión del ciudadano. El liberalismo protesta contra un mundo en el que se están acentuando las desigualdades tanto a nivel internacional como nacional, justamente porque se falsifican y se adulteran las reglas del mercado en beneficio de los más poderosos.

Pero el tema más decisivo es el del intento de reducir el alcance de esta ideología. No hay peor ni más falso liberal que quien limita su liberalismo al mundo económico. Se es liberal en todo o no se es liberal en nada. El liberalismo no es simplemente ni fundamentalmente una teoría económica. Al liberalismo le importa mucho más el ser que el tener y aunque respeta profundamente el deseo de tener, la propiedad privada y el interés particular de cada ser humano, concede un valor decisivo a los planteamientos morales sin los cuales el sistema se encanalla y se derrumba, como está sucediendo con el sector financiero y el inmobiliario. Ni uno sólo de los grandes pensadores y filósofos de liberalismo (y en especial Adam Smith y Hayek) han dejado de insistir en esta idea.

Sería cosa buena aprovechar este aniversario para abrir un debate público sobre estos temas y también sobre la situación de las demás ideologías. Ello nos permitiría conocer mejor las causas del triunfo del populismo y dignificar el debate político.

Antonio Garrigues Walker es jurista.

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