El libro de las revelaciones

Y entonces aconteció que un profeta en tierras layetanas, de nombre Carles, ascendió la colina colmada de verdores y, desde lo alto de la cumbre, clamó ante la multitud: «Yo soy el buen pastor que ha de conduciros hasta el aprisco de la Tierra Prometida. Sabed que mi palabra es como martillo que quebranta las piedras». Y el pueblo dijo «amén», dispuesto a atravesar desiertos y páramos de hielo.

Y las palabras del Profeta fermentaron cual levadura instilada en costal de harina, mientras el Sumo Sacerdote, de nombre Mariano, dormitaba el sueño eterno en una caverna al otro lado del río que hacía de linde con las tierras de las tribus mesetarias.

Y, en habiendo tumulto, los bandidos de una y otra orilla siguieron a lo suyo porque el polvo que levantaban las caballerías se había conjurado en su favor para ocultar latrocinios y esquilmes.

Y transcurrieron los días y las noches, como la lluvia de la primavera empapa la grama. Y la voz del Profeta atronó de nuevo entre los desfiladeros para proclamar nuevas de gran gozo: «La hora de la redención ha llegado. En el primer día del décimo mes, votaremos». Y el pueblo estalló en cantos de júbilo. «Pero ¿y las tablas sagradas?», preguntaron los doctores de la ley. «¿Las tablas? Narinan, narinan, narinan».

Y arribó el día del voto. Y en conociendo los aconteceres, el sanedrín despertó al Sumo Sacerdote y este regresó al mundo de los mortales bramando cual leona en la noche. Y mandó su furia contra el mar. Y caballos, y camellos por decenas, y carros de fuego. «Caña, caña», le pedían algunos entre sus huestes. Y llovieron flechas sobre los inocentes que cubrieron los cielos de vergüenza.

Y sucedió que, cual pavesa que prende en matorral reseco, el oprobio atravesó montañas y llegó hasta las Galias y aún más allá, hasta la última cabaña de las tribus germanas. Y sus jefes exclamaron: «Oh, mon Dieu!», «kaputt, que nos alborotan el corral». E instaron al Profeta y al Sumo Sacerdote a tornar las espadas en rejas de arado y las lanzas en hoces laboriosas.

Y antes de que el sol se pusiera, banqueros y mercaderes habían iniciado la huida del viejo oasis con todo su oro, las alhajas y los sacos repletos de denarios. Y el río retrocedió. Y la tierra tembló. Fue entonces cuando los apóstoles dijeron: «No pongáis vuestra esperanza en las riquezas, que son tan inseguras, sino en la providencia, que de todo nos provee». Y el pueblo dijo «¡ay!».

Y habló Rey borbónida, a quien nadie había elegido. Y salieron a la calle los paganos, y los descreídos, y quienes habían callado, y los árboles otoñales sin fruto, dos veces muertos y desarraigados.

Y entonces habló de nuevo el Profeta y dijo que habían llegado a la Tierra Prometida y proclamó su independencia para desdecirse enseguida. «Las cosas que se ven son temporales –añadió–, pero las que no se ven son eternas». Pero ni el consejo de sabios ni los hechiceros ni los exégetas del templo entendieron qué diantres había querido decir.

Y el pueblo exclamó: «Vaya tela».

Y hubo alguno entre los paganos que empezó a susurrar: «¡Elecciones, elecciones!».

Olga Merino, escritora y periodista.

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