Por Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín, ex subsecretario del Ministerio del Interior (ABC, 01/11/05):
Con metáfora norteamericana, cabe decir que el proyecto de Estatuto de Autonomía de Cataluña se ha convertido en la auténtica «zona cero» del escenario político español, es decir, en un hecho que pone en cuestión los fundamentos del orden constitucional y exige de los órganos de gobierno una reacción firme y bien orientada. En situaciones así, a todos los ciudadanos nos gustaría decir, con en el salmo del buen pastor, aunque camine por cañadas oscuras, nada temeré. Sin embargo, no es ése el estado de ánimo que prevalece. Un ilustre mentor del partido gubernamental sugería hace poco tiempo la siguiente fórmula: adelante, pero con juicio.Adelante, sí, pero ¿hacia dónde? Comencemos por describir el destino probable del viaje si no se produjera una intervención decidida y ortodoxa de nuestros responsables políticos. El panorama presentaría acusados rasgos neomedievales: entes locales cuasi soberanos que pugnan para que un poder central débil les conceda fueros extensos y privilegiados; fragmentación e inoperancia que sitúan la única posibilidad de conseguir normas de general aplicación y racionalidad sistemática en la recepción del Derecho común europeo, al que ahora llamamos Derecho comunitario.
El problema es que nuestro pastor no parece ser capaz de localizar las fuentes tranquilas a las que nos debe conducir. Recordemos su ejecutoria en la materia: primero fue la aceptación previa e incondicional de cualquier texto que saliera del Parlamento de Cataluña. Más recientemente propuso como receta la del «diálogo y Constitución», y manifestó su convicción de que uno de los problemas más importantes que derivan del proyecto de Estatuto podía resolverse con quiebros verbales y variaciones terminológicas sobre el tema de la nación.Pero ni sobre ésa, ni sobre las demás grandes cuestiones de fondo que suscita el proyecto, ha dicho nada todavía, ni ha expresado ideas sobre la evolución que deba tener nuestro modelo territorial, ni ha fijado objetivos políticos comunes, ni ha iniciado ninguna campaña de pedagogía para involucrar a los ciudadanos en una determinada solución de los retos planteados. En suma: el liderazgo político en la zona cero tiende a cero, y, aplicando el famoso concepto acuñado por un pensador marxista del pasado siglo, la reforma del Estatuto para Cataluña es en estos momentos un proceso sin sujeto, o, al menos, sin sujeto central.
Y es que no basta con invocar el diálogo: hay que saber conducirlo y dominarlo. Un presidente del Gobierno no puede limitarse a dar la palabra y a hallar la resultante del sistema de fuerzas. A él más que a nadie corresponde en nuestra forma de gobierno esa función de impulso unitario y coordinador que los constitucionalistas italianos llaman función de indirizzo, o de rumbo político, y que debe enderezar los elementos discordantes que operan en el sistema. Además, en el caso del Estatuto catalán no vale buscar soluciones «ad hoc» y para salir del paso, porque muchas de ellas habrán de ser concebidas de manera que puedan ser elevadas a la decimoséptima potencia sin que el sistema se descomponga. Dicho de otro modo, ciertamente no todas, pero sí muchas de las reglas que se incorporen al nuevo Estatuto de Cataluña, deberían de ser susceptibles de introducirse en los demás Estatutos de Autonomía.En efecto, la tormenta igualitaria tardaría muy poco en desatarse: clara indicación barométrica es la llamada «cláusula Camps» del proyecto estatutario valenciano que, en lo que pueda tener de extensión automática a la Comunidad Valenciana de competencias obtenidas por otras Comunidades, no es sino la transposición al Estado de las autonomías de la cláusula de nación más favorecida, característica del Derecho Internacional e inequívoco síntoma de desarreglo de nuestro orden político.
Ante este panorama caben dos caminos, que pueden describirse con citas de un texto sobre el que enseguida volveremos.El primero, que es la cañada oscura por la que caminamos, consiste en «lanzar al aire las piezas del nuevo sistema, a la espera de que el puro azar, cifrado aquí en la coincidencia de los impulsos que parten de los territorios con derecho a acceder a la autonomía, sea capaz de ajustar con exactitud los diferentes componentes del nuevo orden político y administrativo». El segundo camino prefiere «operar sobre el proceso en marcha de manera que las fuerzas políticas lleguen a convenir en la aceptación de algunos principios generales sobre la organización y competencia de las Comunidades Autónomas».
Si se siguiera este segundo camino, resulta obvio que el nuevo Estatuto para Cataluña debería responder a una armonía preestablecida, a un modelo válido para el conjunto de España, que habría de establecerse claramente antes de acometer cualquier reforma estatutaria, incluyendo la del Estatuto de la Comunidad Valenciana. La definición de ese modelo es el reto al que tendría que dar respuesta un liderazgo político que estuviera a la altura de las circunstancias. Si se me preguntara, siguiendo la misma clave del salterio, ¿y dónde están los verdes prados en los que nos podremos recostar?, no daría una solución original, pero sí muy sólida y ensayada: el consenso entre el PSOE y el PP. Una variante casi idéntica de ese consenso fue la matriz política de la Constitución de 1978 y de los Acuerdos Autonómicos de julio de 1981, firmados «por el Gobierno de la Nación y el Partido que lo sustentajunto con los representantes del Partido Socialista Obrero Español». Nada hay más urgente ahora en España que una segunda edición de aquellos Acuerdos Autonómicos, que tuvieron su sustento teórico en el Informe de la Comisión de Expertos sobre Autonomías de mayo de 1981, a cuya introducción pertenecen las dos citas que se han hecho en el párrafo anterior.
En enero de este año, Mariano Rajoy ofreció al presidente del Gobierno la celebración de un pacto sobre el modelo territorial, y su oferta fue rechazada. Ocurre que en 2003 el Partido Socialista de Cataluña firmó un pacto tripartito de gobierno entre cuyos firmantes está Esquerra Republicana de Cataluña y entre cuyas estipulaciones figura la prohibición de que el PSOE llegue a acuerdos permanentes con el Partido Popular en las Cortes Generales. Sin embargo, el PSOE debería comprender que el modelo territorial no puede definirse sin pactar con el PP, y que, en cambio, intentar un acuerdo sobre reforma del sistema con un partido antisistema como ERC es, por hipótesis, una tarea imposible. Ojalá que a partir de mañana estas nociones elementales comiencen a abrirse camino en el Congreso de los Diputados.