El límite de la dignidad

Aunque nuestras almas están ya bien saturadas de lo que podíamos denominar sorpresa y asombro, no lo están tanto como para admitir sin protesta alguna hechos que producen una honda herida en la memoria de muchos españoles que aún viven y recuerdan en su frágil memoria hechos calificados de deleznables. Me refiero a la decisión de dedicar a quien fuera secretario general de Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, una calle o espacio público en la capital, decisión que se adoptó por mayoría en el Ayuntamiento de Madrid, merced a la abstención del Grupo Popular.

Nadie en la historiografía contemporánea ha logrado desmentir a estas alturas la responsabilidad de quien presidía la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid en los tremendos fusilamientos de Torrejón de Ardoz y Paracuellos del Jarama donde fueron masacrados miles de españoles, muchos menores de edad, por el solo hecho de su credo o condición. Tampoco su responsabilidad, como ejecutor de las órdenes de Stalin, en la eliminación de muchos de sus camaradas en la posguerra. Se trata ya una verdad comprobada, algo que nos sacude el corazón aunque sean ya muchísimos años los que han trascurrido desde aquella tragedia y ha dejado de ser, afortunadamente, actualidad.

Puedo entender y no censuro el proceder de quienes han propuesto la concesión de tal dignidad desde los partidos en los que militó quien murió orgulloso de ser comunista. Pero la conducta de los responsables del Partido Popular que han tomado esta decisión —incluso contra la opinión de algunos de sus concejales— me resulta a mí como e s pañol, verdaderamente vergonzosa y creo tener la obligación moral de denunciarla. El Partido Popular está en su derecho de contribuir con su voto a que tal propuesta sea aceptada, pero no puede olvidar que hay muchos españoles que se sienten abochornados por una conducta tan cobarde de quienes habían recibido su representación mayoritaria. Muchos españoles estaríamos de acuerdo en que el rótulo de la calle que se piensa ofrecer a Santiago Carrillo tuviera esta connotación: «Calle de Santiago Carrillo, ejecutor de miles de españoles en Paracuellos del Jarama».

Mientras contemplamos cómo se alzan las estatuas de Azaña y Largo Caballero, adalid de la dictadura del proletariado y principal impulsor del asesinato de José Antonio en palabras de Indalecio Prieto y se derriban por el contrario todos los monumentos que hacen referencia a quienes combatieron al comunismo en nuestra contienda civil no podemos por menos que clamar contra lo que estimamos una injusticia histórica al dedicar una calle de Madrid a tan siniestro personaje. Que conste que no todos los españoles compartimos esta vergüenza ejecutada de manera poco sensible y olvidadiza por parte de la alcaldesa de Madrid.

Pienso que es hora de enterrar en nuestra memoria colectiva episodios tan siniestros y significativos, pero de ahí a enaltecer a quienes fueron sus autores hay todo un abismo. Porque hay una obligación moral de lealtad con la memoria de los que dieron su vida por una España mejor y que están allí enterrados, sin que sus cuerpos martirizados puedan alzarse ya como acusación a quien jamás se arrepintió de permitir y autorizar estos asesinatos. Si el autor de aquella matanza hubiera luchado a campo abierto con su fusil en mano para defender sus ideas y hubiese caído en el campo del honor, yo me descubriría con respeto y tal vez con el orgullo de hacerlo. Pero no es este el caso de quien planeó y dirigió la mayor masacre que se ha cometido en España sin arrepentirse jamás públicamente de ello y ahora aparece póstumamente glorificado a pesar de su cobardía. Hay un reclamo vital del olvido de estos acontecimientos que envilecieron el alma de España. Yo me afilio a los que pretenden no mostrarse ya partidarios de las dos Españas que se enfrentaron en nuestra guerra civil pero me niego en rotundo a olvidar el heroico sacrificio de quienes hace ahora 76 años, ofrecieron su vida por Dios y por España.

Que queden estas palabras escritas en una mañana de noviembre como testimonio de disconformidad y como limpia acusación de quienes han cometido esta desdichada e increíble decisión histórica.

José Utrera Molina, abogado.

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