El llanto por el desacuerdo

ES un tópico que hemos escuchado permanentemente en los seis meses que sucedieron a la convocatoria del 20-D y que llegó a incrustarse en el debate público como un axioma: «La ciudadanía está harta de la incapacidad de los políticos para llegar a un acuerdo de gobernabilidad». Lo oímos hasta la saciedad durante ese medio año y hoy, repentinamente, lo hemos dejado de oír por una razón que carece de misterio: porque la mitad de los electores y medios de comunicación afines al PSOE o a Podemos se han descolgado de esa cantinela, lo cual demuestra que el único acuerdo que de veras les interesaba, aunque disimulaban, era el de Podemos con el PSOE y no otro.

Sí. La izquierda mediática y sociológica estaba jugando a generalizar el desdén hacia «los politicastros» como lo hacía el franquismo y como si dicho desdén no fuera también «una manera de hacer política». Esa izquierda fingía oponer a la supuesta incapacidad general de nuestros representantes electos para entenderse, una falsa unanimidad social a base de omitir qué clase de acuerdo era el que deseaba porque no necesitaba explicitarlo: el único posible, dado el veto de Pedro Sánchez al PP, era el del famoso «gobierno del cambio». Y la derecha, siempre tan cándida, tan dispuesta a jugar con las cartas marcadas que le reparte la izquierda, coreaba esa consigna contra el desacuerdo genérico para quedar bien, como si hubiera dado igual a qué acuerdo se llegara; como si el de Iglesias con Sánchez fuera un acuerdo tan deseable como el de Sánchez con Rajoy; como si el acuerdo fuera «un bien en sí mismo» aunque lo que se acordara fuera catastrófico. Y es que los humanos nos podemos poner de acuerdo para cosas buenas y cosas malas, para realizar una noble empresa o para perpetrar una estupidez, una indignidad, una fechoría. El asalto al tren de Glasgow también fue fruto de un acuerdo. Aquel recurrente reproche, aquel lamento impostado e interesadamente generalizado por «la incapacidad de la clase política para entenderse», que el actor Tafallé declamó en el Congreso de Diputados con cuello cervantino de lechuguilla en aquella función colegial teledirigida por Patxi López, a uno le evocaba las teatrales invocaciones al consenso que se hacían en el País Vasco en los años de peor recuerdo. «¡Es que los políticos no llegan a un acuerdo!», se decía y se repetía cada vez que el nacionalismo proponía una de sus «soluciones soberanistas» (el Plan Ardanza, el Pacto de Lizarra, el Plan Ibarretxe…), que iban a traer la salud democrática a esa sociedad enferma, como la purga de Benito.

No. Lo importante no es el acuerdo por el acuerdo, sino lo que se va a acordar. Ponerse de acuerdo en la secesión vasca o en un gobierno a la griega que deteriore la imagen de España no era algo bueno ni beneficioso ni deseable. Para eso era mejor el desacuerdo. Y no queda más que celebrar lo que Pedro Sánchez no dejó de lamentar durante toda la campaña electoral: que su pacto con Pablo Iglesias no llegara a consumarse gracias a la ambición de este último. Es curioso que se haya dejado de oír el lamento, el gemido, el llanto por el desacuerdo de los políticos, en estos días en los que el único pacto viable es el de los socialistas con los populares. Como es curioso que ya no se oiga tampoco aquella sobada apelación al supuesto hartazgo de la sociedad española, que era una garantía de éxito argumental en cualquier tertulia radiofónica o televisiva. La invocación al acuerdo y al gran enojo social por su ausencia parecía la suma expresión de lo cabal. No se le ponía la objeción más mínima, cuando lo cierto es que tenía su perverso origen en una oscurantista superstición democrática –«el pueblo es siempre inocente y los políticos son siempre culpables»– que, paradójicamente, tiene en el propio concepto de democracia su gran refutación. Aquí es que se han permitido el reproche a la falta de acuerdo entre los políticos hasta los que han votado opciones que tienen una contumaz vocación de desacuerdo. Hasta los nacionalistas que se quieren desentender de España han protestado porque los políticos no se entendían entre ellos. ¿Entenderse en qué? ¿En el desentendimiento? Hasta quienes votaron una opción dinamitadora del Estado y la Nación protestaban porque no se formaba un gobierno que no tendría otra misión que representar a esa Nación y a ese Estado. Hasta quienes han votado contra el bipartidismo se han estado quejando de los evidentes efectos del multipartidismo en los que ellos cifraban la paradisíaca solución. ¿En qué quedamos?

No es verdad, como se repitió en esos seis meses que sucedieron al 20-D y precedieron al 26-J, que los partidos debían obedecer el mandato de las urnas de formar un gobierno. Los partidos que no se pusieron de acuerdo en formar ese gobierno durante esos meses no hicieron sino obedecer fielmente dicho mandato, que no era otro que el de la desavenencia. Más aún, si hubieran llegado a un rápido acuerdo de gobierno, habrían traicionado el mensaje de las urnas precisamente y el reproche habría sido otro: «Se entienden entre ellos porque son todos iguales». Pero hay más. Si el dato del CIS de que un 32 por ciento de los electores no había decidido su voto en la víspera del famoso «debate a cuatro» no resulta halagador para la clase política, menos lo es para sus votantes. ¿Cómo se casaba ese parsimonioso deshojamiento de la margarita electoral con la preocupación, la indignación, el hartazgo por la incapacidad para el acuerdo entre los políticos? Si ese tercio de nuestro electorado no había tenido tiempo de saber lo que traía cada uno de esos partidos que concurrieron a las elecciones de diciembre, ¿por qué iban a tenerlo en unos días para decidir su voto en las siguientes? ¿De veras no sabían las consecuencias que podía tener elegir a uno u otro? Quizá ya va siendo hora de dejar de absolver al pueblo español de sus errores; de dejar de halagarlo y de repetir ese otro tópico de que «el pueblo nunca se equivoca», que es una versión derechista del izquierdista «el pueblo unido jamás será vencido» que se repetía en las manifestaciones y conciertos de mis años universitarios para todos los casos en los que el pueblo había sido vencido y desunido por el dictador de turno.

Mala pedagogía democrática es la que exculpa siempre de responsabilidades al electorado. El pueblo, la ciudadanía, la sociedad son una suma de individuos que, como tales, se pueden equivocar y que son responsables de las decisiones que toman o de las que desisten. No se puede votar alegremente una opción minoritaria y extravagante con el objetivo de que se forme una mayoría que encuentre fáciles puntos en común. No se puede exigir un clima de concordia y buen rollito cuando se ha votado para que «reviente el sistema de una puñetera vez». No se puede optar electoralmente por la fragmentariedad, la ruptura, el disenso… y luego expresar el hartazgo porque no se llega al consenso. No se puede votar contra el bipartidismo y a la vez lamentar los efectos de ese voto. Si hoy estamos más cerca de ese acuerdo que ya no se demanda desde la izquierda con el mismo clamor y lirismo es porque el 26-J se ha acercado más al esquema bipartidista que el 20-D; porque el fraccionamiento del voto no ha sido «tan igualitario» y porque el PP ha recobrado algunos de los electores perdidos. En cuanto el bipartidismo ha cobrado algo de pulso, el acuerdo se ha acercado, aunque los socialistas quieran venderlo caro y ya no lloren tanto por el desacuerdo de los políticos.

Iñaki Ezquerra, escritor.

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