El lobo conservador disfrazado de cordero liberal

Una vuelta por el Madrid postsanchista basta para constatar la brisa celebratoria que se respira en esta ciudad con espíritu de metrópoli resistente al imperio opresor. Las risotadas tintinean en las terrazas que (con maestría sin rival dado su funcionamiento casi ininterrumpido durante la pandemia) han convertido las aceras urbanas en salones a cielo abierto, luciendo cómodos muebles, estufas flamígeras, plantas colgantes y hasta grandes pantallas para ver el fútbol.

Tras el 4-M la tribu madrileña, que venía obedeciendo desde marzo de 2020 las órdenes del bigobierno, ha superado sus últimos remilgos y se proclama ahora liberal de toda la vida, sin saber muy bien qué demonios quiere decir eso. En la ciudad van cayendo las mascarillas antiCovid y llega ahora el embozo libertario, libérrimo y hasta libertino.

Tras los visillos de Puerta del Sol sonríen la presidenta Isabel Díaz Ayuso y su jefe de gabinete Miguel Ángel Rodríguez, satisfechos de haber llamado a su barco Libertad, como Perales, pescando para el poco o nada liberal PP un aluvión de votos no solo de la derecha y de la extrema derecha, sino también de la izquierda y de la extrema izquierda.

Pero ¿qué es realmente ese liberalismo, todavía desconocido, denostado e incluso ridiculizado hacía apenas unos meses por amplios sectores de esa derecha que ahora lo emula?  El vocablo liberal se inventó en España, en las Cortes de Cádiz de las que salió la Constitución de 1812, promulgada un par de décadas después de la estadounidense y de la francesa, pero derogada en 1814 por Fernando VII para poder reinar como monarca absoluto. La aportación genuinamente española de la Constitución de Cádiz es, de hecho, el propio concepto del liberalismo acuñado por sus autores.

Aquel documento revolucionario incluía cambios sustanciales en la organización del Estado y en la estructura de la distribución de la autoridad política: la soberanía correspondía a la Nación y no la encarnaba ya el rey, que quedaba sujeto a esta ley fundamental. La primera Constitución Española establecía varios de los conceptos que hoy damos por sentados, como la separación de poderes, el derecho a la propiedad, la ciudadanía de los nacidos en territorios americanos (considerados provincias o parte del Estado) y una serie de libertades, como la libre empresa, la libertad de prensa y la abolición de los señoríos.

España donó rumbosa al mundo el concepto de liberal y luego procedió a olvidarlo en buena medida. Frente al rupturismo de las constituciones estadounidense y francesa, la una con su pseudodemocracia federal y la otra con su republicanismo antifeudalista, el espíritu liberal de La Pepa buscaba armonizar lo ya establecido con lo venidero.

Esa simbiosis de costumbre y cambio es todavía, dos siglos largos después, lo que caracteriza al liberalismo, tan célebre en Occidente como despreciado por quienes, sin saber lo que significa, le cuelgan todos los sambenitos achacables. Las democracias occidentales son en su mayoría democracias liberales, es decir, Gobiernos representativos tutelados por una Constitución que afina la regla de la mayoría, salvaguardando los derechos sociales y las libertades individuales de cualquier minoría y, en general, de cualquier persona.

Pero la democracia, al mundializarse, afronta el desafío de una masa de votantes resentidos que bebe los vientos de los demagogos populistas de izquierdas y de derechas. Las pasiones nacionalistas, comparables a las que provocaron la Primera Guerra Mundial, han reverdecido y aprovechan el caos para atizar sus exigencias, como es el caso de Cataluña. En tanto que las clases medias se desgastan, los votantes desdinerados culpan de sus males a la globalización y al liberalismo económico. Los líderes occidentales, polarizados hasta rozar la caricatura, afrontan su mediocridad ideológica con promesas defensivas y ofensivas que parecen aspirar a distraer o engañar al electorado, sin molestarse en elaborar programas solventes.

Las primeras décadas del nuevo milenio tienen todas las papeletas para ser las mejores de la historia hasta la fecha, con un descenso rotundo de la pobreza en un planeta mejor comunicado que nunca. Pero millones de habitantes occidentales, mangoneados por sus respectivas cúpulas políticas y mediáticas, sucumben bajo una tristísima orfandad espiritual.

En cuanto a España, el cutrerío político de estos últimos años hubiera dejado mudos a los Siete Magníficos que escribieron la Constitución, y quizá pasme a los dos que viven para contarlo. Una bandada de mercenarios buscasueldos lleva semanas pasándose de Ciudadanos al Partido Popular, como unos Kim Philby de tres al cuarto, mientras el propio PP se disfraza de cordero liberal para ocultar al lobo conservador que resopla bajo el camuflaje de lana blanca.

Ha dicho Pablo Casado, mirando a la izquierda y no a la derecha: “El PP no le va a echar un pulso a Vox, que no gobierna nada”. Es en 2021 cuando las cabezas se han vuelto hacia el otro lado de la cancha, donde debió zanjarse el partido en abril de 2019. Hoy es siempre todavía, toda la vida es ahora y ahora es el momento de cumplir las promesas que nos hicimos.

Gabriela Bustelo es escritora y periodista.

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