El lobo es un hombre para el hombre

No podía sospechar Hobbes, el santo Hobbes, la popularidad universal de su aforismo más genuino —homo homini lupus— ni la transformación que iba a incorporarle la cultura edulcorada del siglo XXI. Puede que el hombre siga siendo un lobo para el hombre, pero es más cierto aún que el lobo se ha convertido en un hombre para el hombre. Ha perdido su ferocidad el mito depredador. Caperucita Roja lo ha domesticado en su regazo. Se ha producido un proceso inverso, irremediable, de licantropía.

Y el lobo es una especie protegida, no ya por la reducción del censo y por la legítima responsabilidad con que deben custodiarse las especies amenazadas, sino por esta percepción estilizada que el urbanita ha adquirido del mundo animal, exagerando la idealización de la naturaleza y convirtiendo a la fiera en un semejante. Por eso los Ayuntamientos de varias ciudades, Madrid la última, se compadecen del cautiverio y de la explotación. Y por idénticos motivos redimen del circo al grito sincopado de Tarzán, el hombre inmaculado, como salvoconducto a la libertad y la dignidad, redundando en el malentendido de la prosopeya y de la conciencia franciscana.

El lobo es un hombre para el hombreLa empatía al hermano lobo, al hermano león sobrentienden el trauma que supuso la muerte del león Cecil en Zimbabue. Los medios informativos llegaron a publicar que el selvático animal había sido asesinado. Y se produjo un movimiento de repulsa, de linchamiento, hacia el dentista estadounidense que lo abatió, solo comparable con el histerismo que comportó en España el sacrificio del perro Excalibur en la amenaza letal del ébola.

Otra cosa es que a Cecil lo hubiera picado una serpiente venenosa. O que lo hubiera asesinado un león en la ortodoxia competitiva del macho alfa. En ese caso, aceptaríamos con ingenuidad roussoniana la armonía de las reglas de la naturaleza, como si la naturaleza fuera pura en sí misma —otra humanización, otra prosopeya— y como si pretendiéramos ocultarnos la dialéctica embrionaria del fuerte y el débil, el depredador y la víctima, especialmente cuando la noche encubre la gran matanza.

Tiene sentido mencionar a Cecil, a su hembra viuda y a sus hijos huérfanos porque aquel homicidio en primer grado, premeditado, alevoso, sirvió para ubicar Zimbabue en el mapa. Y para descubrir por accidente que allí gobernaba un tirano entre cuyas fechorías se amontonan las fosas comunes, el exterminio de las etnias enemigas, la aniquilación del rival político.

Robert Mugabe se llama. Robert Mugabe se sigue llamando, toda vez que la dictadura ha logrado consolidarse sobre la sangre y las osamentas tres décadas después de haberse inaugurado. Y no existen atisbos de capitulación en el camino de los cien años que aguarda el presidente.

La evocación del genocida viene a cuento porque ninguna de sus atrocidades alcanzó a provocar jamás la conmoción que suscitó la cacería de Cecil. Y porque esta discriminación en la sensibilidad de los occidentales simboliza mejor que ningún otro ejemplo la paradoja según la cual la humanización de los animales corresponde a la deshumanización de los hombres. Nuestro prójimo es ahora la mascota doméstica y la ballena remota. Por eso se ha puesto de moda hacerse fotos con morritos de caniche o con orejitas de minino. Qué ricos son. Qué monos. Y qué pesadez estos subsaharianos que darían el estómago por un plato de whiskas.

No estamos preparados para contemplar la cojera de un cachorro de husky siberiano. Nuestra sensibilidad se resiente cada vez que un cervatillo queda deslumbrado en una carretera. Y tal como escribía Leila Guerriero hace unos días en este mismo periódico, llegará el momento en que un niño angelical se resistirá a zamparse un muslo de pollo, qué drama, acaso pensando que ha sido asesinado Piolín. Y que devorarlo lo convierte en cómplice.

Es una perspectiva hipócrita, cuando no cínica, pues ocurre que el hacinamiento y ejecución de los animales que nos comemos en el requisito ancestral de las proteínas se produce en dimensiones industriales. Están casi siempre estabulados. Y se degüellan o se electrizan en cadena, aunque el valor iconográfico y alegórico de un jamón de pata negra sobrepasa cualquier conflicto moral. No vemos un cerdo desmembrado a la gloria de San Martín. Ni vemos un buey desollado cuando la carne llega al súper con forma de corazoncito.

Y sí vemos la agonía de un león abatido, precisamente porque la belleza del animal ejerce un magnetismo solidario. Y no lo ejercen las decenas de miles de palomas y de polluelos que Ada Colau ha exterminado en Barcelona. Ensucian. Defecan. Molestan.

Reaccionó el partido animalista (PACMA), cada vez más cerca de penetrar en el Parlamento —283.000 votantes en los últimos comicios— y más observado como una opción progresista, militante, joven. Objetaban sus representantes a Colau que despilfarrara 400.000 euros en su campaña de aniquilación. Y proponían una solución ética mediante métodos de control no letales, incluido un pienso anticonceptivo que detuviera la sobrepoblación.

No pudo satisfacerles la alcadesa. A cambio, ha liberado a las fieras del circo y se ha propuesto torear la sentencia del Supremo que habilita las corridas de toros en la Monumental. Un ejemplo de la caspa y del facherío celtibérico que pretende extirparse de la vista de los ciudadanos, si no fuera porque los aficionados catalanes tienen que emigrar a Francia —ah, la France— para asistir a las corridas de toros, evocando los tiempos de la clandestinidad, cuando se veía El último tango en París de estraperlo o cuando la cuadrilla del maestro Pedrés ocultó en el sombrero de un picador la cinta de Viridiana.

Así llegó a Francia la película de Buñuel y pudo exhibirse en Cannes. Una operación libertaria que atravesó los Pirineos cuando los lobos eran lobos y no se había inoculado en la sociedad el fundamentalismo animalista. La culpa la tuvo Walt Disney. Le dio la voz a los animales con más eficacia que Esopo y Perrault. Porque los escuchábamos de verdad. Y nos parecía que Bambi podía haber ido al colegio de la mano de nuestros hijos.

Es la demostración de que el hombre moderno se relaciona con los animales de una manera artificial, arbitraria y enfermiza. No ya abjurando de los rituales que subliman la muerte o la convierten en liturgia eucarística —la corrida de toros— sino predisponiendo un estado de hipersensibilidad y de fervor a la naturaleza que parece arraigarse en el mito de la convivencia que antecedió de la expulsión del paraíso.

No se trata de defender aquí las torturas de los galgos, ni el trafico de colmillos de elefante, ni el exterminio del lince, ni la romería del toro de la Vega, sino de plantear la deriva de una sociedad que ha deificado el peluche a expensas de los deberes con el hermano hombre. Homo homini sacra res.

Rubén Amón

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