En noviembre de 2007, dirigida por Robert Redford, se estrenó en España la película Leones por corderos. En su mayoría, la opinión pública entendió que se trataba de una denuncia de «los horrores que cometen los USA con su presencia en Irak», de una censura de «la política antiterrorista del Gobierno Bush». Esta interpretación vendría avalada por las palabras del propio director al afirmar que Leones por corderos es «un gesto de perdón por lo que nuestro país ha hecho en los últimos seis años». Sin embargo, la película de Robert Redford admite otra lectura. Empecemos por un guión que cruza tres historias. Primera historia: dos estudiantes, Arian y Ernest, de la californiana Universidad de West Coast, impulsados por las enseñanzas de su profesor idealista, el Dr. Malley, deciden alistarse en el ejército norteamericano, destacado en Afganistán, para combatir el terrorismo islamista, con el fin de hacer algo importante con su vida y por su país. Segunda historia: un senador del Partido Republicano revela a la periodista de una cadena de televisión –crítica con la intervención– un cambio en la estrategia militar del ejército norteamericano que podría afectar el destino de los dos estudiantes destacados en Afganistán. Tercera historia: el Dr. Malley, preocupado por el destino de sus estudiantes, angustiado por el futuro de sus discípulos instalados en Afganistán que han llevado el compromiso al extremo, intenta convencer a un alumno aventajado para que aproveche sus cualidades en un mundo egocéntrico y sin compromiso. Finalmente, los dos estudiantes alistados en Afganistán –por cierto, un negro y un mexicano– perecerán, tras enfrentarse, en condiciones extremadamente precarias, a los talibanes afganos.
¿Una película que cuestiona la intervención militar norteamericana en Afganistán e Irak? Quizá. Pero, puestos a formular una interpretación políticamente incorrecta del filme, se podría decir que Leones por corderos plantea unas cuestiones a las que ineludiblemente hemos de responder. ¿Qué cuestiones? Precisamente, las cuatro que aparecen en el cartel de promoción de la película. A saber: ¿Por quién resistirías? ¿Por quién vivirías? ¿Por quién lucharías? ¿Por quién morirías? En definitiva, Leones por corderos, más allá de cuál haya sido la intención de su director –una crítica de la intervención de Estados Unidos, una autocrítica de la sociedad autosatisfecha y sin ideales de nuestro tiempo–, es también una invitación –los soldados Arian y Ernest brindan el ejemplo– a reforzar esas tres verdades que son la convicción, la integridad y la libertad. Y ello con el objeto de combatir el fanatismo y el terrorismo. ¿Qué hacer? En un momento dado de la película, el senador republicano señala el camino: «Roma se quema y haremos lo que haya que hacer». Lo dijo Franklin Delano Roosevelt en la dramática coyuntura de la Segunda Guerra Mundial, «entre la rectitud y la paz, escogeré siempre la rectitud». Pues bien, de eso se trata: de escoger la rectitud. De resistir la seducción de los cantos de sirena de un pacifismo –valga la redundancia– ingenuo que reaparece en España con un discurso que habla de «diálogo», «paz», «empatía», «educación para la paz» y «gente que no ve otra salida que inmolarse». La izquierda –inasequible al desaliento– se supera: del «buenismo» al angelismo.
Como era previsible, la barbarie terrorista desencadenada sobre París –lo mismo ocurrió con la barbarie desatada sobre Nueva York, Londres o Madrid–, así como la posterior intervención en Siria contra Estado Islámico, ha vuelto a reanudar –igualmente a lo sucedido en Afganistán e Irak hace unos años– la vieja polémica sobre la guerra y la paz. Para unos, la guerra engendra más violencia y más guerra. Para otros, existen determinadas situaciones en que la guerra resulta ineludible. Pacifistas contra militaristas, por utilizar el tópico dominante. Conviene detenerse en la cuestión. Sin circunloquio alguno: el pacifismo incurre en un par de vicios originales que falsan su ideario. Primer vicio: creer en la posibilidad de reconciliar el género humano por la vía exclusivamente pacífica. Segundo vicio: creer que la paz es un valor absoluto o un universal empírico del género humano. Nada de eso es cierto. Para empezar, el deseo de reconciliar el género humano por la vía exclusivamente pacífica es un postulado antropológico que choca una y otra vez con la dura realidad. ¿Habrá que recordar que, con frecuencia, la reconciliación y la paz sólo han sido posibles –un ejemplo dramático: la Segunda Guerra Mundial– gracias a la coacción y la guerra? Para continuar, hay que dejar claro que los únicos valores absolutos del género humano son la libertad y la vida digna, y no la mera vida como defiende un pacifismo que deviene zoologismo.
La paz –decíamos– no es un valor absoluto, ni un bien supremo que siempre deba preservarse. La paz, en suma, no es un fin en sí. Y es que en determinadas ocasiones, la defensa de la libertad y la vida digna justifican la intervención militar y el derecho a una guerra justa que ha sido teorizado –entre otros– por Cicerón, san Agustín, santo Tomás, Grocio, Michael Walzer, Ágnes Héller, Michael Ignatieff o un Bruce Ackerman que, en su libro Antes de que nos ataquen de nuevo (subtítulo: La defensa de las libertades en tiempos de terrorismo), reclama una legislación de excepción que autorice medidas temporales que permitan perseguir el terrorismo una vez que haya tenido lugar un primer atentado grave. Entre estas medidas cabe destacar que el Presidente sólo pueda declarar el estado de excepción durante un período limitado de tiempo, que sea el Congreso quien prorrogue dicho estado, que durante el estado de excepción los servicios de seguridad acumulen poderes extraordinarios que les faculten para efectuar retenciones y detenciones preventivas de sospechosos que, si son liberados sin cargos, serán debidamente compensados por el Estado. En todo caso, el estado de excepción, para que no lesione las libertades y derechos fundamentales, ha de contener los frenos y contrapesos suficientes para corregir cualquier abuso de poder.
Es cierto que para el Estado de Derecho las propuestas reseñadas pueden llegar a ser problemáticas. Pero, no hay que olvidar algunas cosas. En primer lugar, dichas propuestas tienen la virtud de limitarse a sí mismas con una serie de medidas correctoras y garantías democráticas. En segundo lugar, dichas propuestas plantean, sin complejos, el dilema entre seguridad y libertad que el terrorismo ha puesto a la orden del día. En tercer lugar, dichas propuestas rechazan, también sin complejos, el angelismo y la irresponsabilidad de quienes afirman que el terrorismo puede ser vencido gracias al diálogo o el pacto. Estamos, en definitiva, ante unas propuestas factibles –la vuelta al mundo real y la rectitud de la cual hablábamos– que perciben la naturaleza y alcance de la amenaza, que creen que la democracia tiene derecho a la legítima defensa, que entienden que las decisiones políticas no pueden guiarse exclusivamente por la moral de la consecuencia. Michael Ignatieff: «O utilizamos el mal para luchar contra el mal o sucumbimos». Bruce Ackerman: «El porvenir de las libertades fundamentales está en mejores manos si se confía a los lobos y no a los avestruces». Es duro, pero es así. «El problema es de todos nosotros que no hacemos nada», se dice en la película de Robert Redford.
Miquel Porta Perales, articulista y escritor.