El primer recuerdo que tengo de Juan-Ramón Capella es el de un chico alto y rubio con el que me cruzaba en el pasillo de la tercera planta de la facultad de Derecho de Barcelona, en la apacible zona de seminarios. Allí, al amparo de las bibliotecarias, algunos estudiantes encontrábamos un rincón tranquilo donde conspirar. Alguien nos dijo que aquel joven rubio era un profesor que había estudiado en París y estaba acabando la tesis. En aquellos años Capella empezaba ser un mito: discípulo de Sacristán, experto en lógica jurídica, quizás comunista. Un misterioso mito.
En el último curso de carrera, Capella se arriesgó a examinarme por el libro Teoría política de Sabine, un texto extraordinario, en lugar del aburrido manual de su catedrático. Nunca se lo agradeceré bastante. Aunque todavía no daba clases, se convirtió rápidamente en el oráculo al que consultábamos todo tipo de cuestiones, tanto intelectuales como políticas. Él nos aconsejaba los libros que debíamos leer y repasaba con detenimiento nuestros primeros escritos, anotando en los márgenes errores y sugerencias.
Siempre he creído que en la universidad cada uno debe espabilarse por su cuenta y encontrar, primero, buenos amigos con inclinaciones afines para conversar sobre lo divino y lo humano; y, segundo, algunos profesores que te enseñen a pensar, es decir, a dudar, y que sepan trasmitirte dentro de su especialidad algo distinto a lo que figura en los manuales. Si buscas, encuentras. Entre otros, muy pocos, yo encontré a Juan-Ramón Capella. A algunos de mi generación, a muchos de las siguientes, les sucedió lo mismo: ya entonces, muy joven, Capella ejercía de maestro, de maîtreà penser.Ahora acaba de publicar sus memorias de juventud (Sin Ítaca. Memorias 1940-1975,Trotta, Madrid, 2011).
El libro tiene tres partes muy diferenciadas, las dos primeras de un gran interés.
Su inicio es clave: "Vine al mundo cuando la sociedad tradicional todavía estaba viva". Efectivamente, en 1940, recién terminada la Guerra Civil, la antigua sociedad burguesa de Barcelona, la sociedad tradicional como él la llama, había sido restaurada y así continuó cerca de veinte años. La descripción que hace Capella del mundo de sus padres, un entorno que sin él darse cuenta sabía observar con ojos bien abiertos y mirada inteligente, percatándose así de sus valores y contradicciones, incluso en parte comprendiéndolas, es excepcional. Un gran retrato de época: la amplia y variada familia, las amistades de los padres, la importancia del servicio doméstico en la vida de un niño, los veraneos en Sitges, la complacencia de la burguesía catalana con el franquismo que desmiente aquella absurda teoría de que Catalunya había perdido la guerra. Como en toda guerra civil, relata Capella, unos habían ganado, otros perdido y en el bando de los vencedores había lógicamente muchísimos catalanes, y también muchos catalanistas. Estos primeros capítulos son espléndidos.
También es memorable la segunda parte dedicada a su juventud y primera formación intelectual. Viene a responder a una pregunta que siempre me había intrigado: ¿cómo fue capaz Capella de escribir un libro tan insólito en el panorama español de la época como es El derecho como lenguaje (Ariel, Barcelona, 1968), resultado de su tesis doctoral? Un libro que en su contraportada reproduce un grabado de Goya en el que una imagen de la justicia, agarrando con una mano la balanza y con la otra un látigo, arremete contra unos siniestros pajarracos bajo el lema: "Divina Razón: no dejes ninguno".
La respuesta a esta pregunta tiene una clave que ya sabía: el magisterio de Manuel Sacristán. La otra clave podía intuirla, pero las memorias la han completado y confirmado: el aprovechamiento de su estancia de estudios en París. Quien busca, encuentra; buscó y encontró. Primero, Capella supo seleccionar a sus variados maestros: el marxista Lucien Goldmann, el kelseniano Charles Eisenmann, el iusnaturalista Michel Villey y, finalmente, el lógico-matemático Georges Kalinowski. Después, dada su gran inteligencia y una férrea voluntad, ya estaba en disposición de aprender por su cuenta todo lo demás y así realizar el inusual esfuerzo de escribir una tesis que suponía el inicio en España de toda una escuela en la cual, paradójicamente, por voluntad propia, Capella no ha tenido ningún papel al haber derivado hacia el campo de la filosofía política.
Ahí se torció la trayectoria intelectual de Capella, él quizás creerá que para bien, en mi opinión para lo contrario. Encima, según dice, leyó a Rawls, apreció su importancia, pero, deliberadamente, pasó de largo, tanto del camino que éste iniciaba como, sobre todo, de la tradición que reemprendía. Después, en la tercera parte, trata de sus años de activismo político, muy ligado a ese súbito e inesperado giro. Ahí aparece el peor Capella: arbitrario en sus juicios, maniático en sus relaciones personales, dogmático en sus planteamientos.
De todo esto, y de más cosas, me gustaría hablar contigo largamente, cher maître. Al fin y al cabo, fuiste tú quien me inició en la crítica, la razón y la duda.
Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.