El Magreb paga el precio de su desunión

Desde el 11 de septiembre de 2001, algunas voces influyentes en Occidente tratan de convencernos de que sobre el islam podría pesar una maldición económica. Pero los éxitos de Turquía y de Malasia, y los ambiciosos proyectos de algunos países del Golfo, demuestran ampliamente que modernidad y crecimiento, creatividad y distribución equitativa de la riqueza pueden conjugarse perfectamente en el presente en tierras del islam. No estamos, pues, ante cuestiones de dogma, sino de geopolítica.

Dicho esto, es obvio que muchos países musulmanes tienen serios problemas económicos. Y ello desde hace años, décadas y hasta siglos. Si el Renacimiento fue la primera revolución cultural y política del mundo moderno, olvidamos con demasiada frecuencia que Toledo fue el lugar donde los textos árabes portadores del saber griego y asiático terminaron siendo traducidos al latín. En cuanto a la segunda revolución, fue industrial y comercial: desplazó el centro de gravedad del mundo, dejando al margen a los países del sur del Mediterráneo y del Imperio Otomano.

Durante siglos, la mayoría, si no la totalidad, de los dirigentes musulmanes prohibieron la imprenta y no educaron a sus poblaciones, y todavía hoy un nivel educativo mediocre y la censura explican que los índices de desarrollo humano poco esperanzadores sigan siendo una de las plagas del Magreb. Mientras tanto, China, India y el sureste asiático están recuperando el lugar que hasta mediados del siglo XIX habían ocupado en la industria, el comercio y la cultura, y con ello nos están situando frente a una nueva revolución: la de la mundialización. ¿Estará el Magreb a la altura del desafío que exige esta reorganización del planeta?

Los países del norte de África son más parecidos entre sí de lo que parece: sus sistemas bancarios sirven esencialmente a las nomenclaturas políticas y muy raramente a los jóvenes emprendedores. Y se expatrían los capitales, en mayor o menor medida, a todas partes. ¿Por qué las élites políticas escurren el bulto ante estos y otros hechos? Lo cierto es que es así y que la ausencia de dirigentes con una visión estratégica explica que el futuro de esta región sea incierto, incluso ignoto. Las élites políticas de los países magrebíes han hecho de la excesiva cautela y de la falta de imaginación su regla de conducta, y de la fuga de capitales su médium.

Hace medio siglo, el 28 de abril de 1958, en un llamamiento efectuado desde Tánger, varios dirigentes políticos norteafricanos, entre los que se hallaban Medhi Ben Barka (Marruecos), Omar Boussouf (Argelia) y Taieb M'hiri (Túnez), expresaron la "voluntad mayoritaria de los pueblos del Magreb Árabe de unir sus destinos", y proclamaron el derecho del pueblo argelino a la independencia. En cambio, hoy sólo encontraríamos copias muy pálidas de aquellos gigantes de Tánger, hasta tal punto han quedado mutilados los partidos políticos que en 1958 representaban a las fuerzas vivas de la región. Pocos reclaman hoy con fuerza un Magreb unido.

El desasosiego, el desencanto y la fragilidad de los jóvenes del Magreb, su crónica situación de desempleo y sobre todo el sentimiento de haber sido excluidos de una mundialización que se hace sin ellos y, en su opinión, incluso contra ellos, los hace sensibles a los cantos de sirenas de los extremistas. ¿No ha llegado el momento de que una nueva generación magrebí, la de aquellos jóvenes que han tenido el privilegio de una educación superior y la oportunidad de conocer el mundo, tome el relevo en esta región del mundo?

Si sus fronteras internas estuvieran abiertas, las poblaciones magrebíes podrían tal vez hacerse cargo de su propio destino. Ahora bien, esas fronteras permanecen cerradas, muchos magrebíes huyen en dirección a terceros países (o algunos de los que se educan en el extranjero no regresan)... y, entretanto, los capitales se exportan por decenas de miles de millones de dólares. Las burguesías y los jóvenes más ambiciosos construyen su futuro en otra parte.

Abrir las fronteras que aíslan entre sí a los países del norte de África, fomentar la libre circulación de las personas, las ideas, las inversiones y la energía, animaría a los hombres y a las mujeres magrebíes -y concretamente a los empresarios- a hacer frente al desafío de la mundialización en sus propios territorios. Si estudiamos las economías de los países magrebíes y analizamos en concreto los sectores energéticos, el transporte aéreo, el sistema bancario y la industria agroalimentaria, llegamos rápidamente a la conclusión de que sus intereses son complementarios y mucho más importantes de lo que parece a primera vista. El coste económico, y en consecuencia social y político, de lo que ha dado en llamarse el "No Magreb", o sea, la desunión actual de esta zona del mundo, es enorme.

El agua es, asimismo, un desafío de dimensión regional, como lo es el desarrollo de las energías renovables. Y así, tantos otros asuntos.

Los desafíos a los que el norte de África tiene que hacer frente ofrecen una excelente ocasión para modernizar unos sistemas de producción y de gobierno con frecuencia obsoletos, y construir un nuevo mundo. Es decir: productos y maneras de trabajar acordes con el siglo XXI que darían a las mujeres y hombres hoy parados o subempleados la oportunidad de descubrir ideas y mundos que desconocen. La empresa privada, la educación y una justicia equitativa podrían ser el corazón de esta revolución, pero nada se hará sin una fuerte ambición política.

Se dice que el lanzamiento de la Unión del Mediterráneo puede ayudar a revigorizar el Proceso de Barcelona, a conducirlo más allá de la política de proximidad de la Unión Europea, que conserva plenamente su vigencia. Ojalá, pero cabe hacerse un par de preguntas. ¿No debería Europa atreverse a llevar a cabo una política común mucho más ambiciosa respecto al Magreb sobre dos o tres cuestiones clave, siendo la de la energía una de ellas? ¿Es mucho pedir a las élites políticas del Magreb que reconozcan que sus políticas nacionales destruyen valor en todas las etapas de la cadena económica y carecen de rentabilidad?

El Proceso de Barcelona sigue siendo una herramienta útil, pero insuficiente. Tal vez una mayor concertación de las políticas exteriores de Francia, Italia y España (y también de Alemania y Reino Unido) en la región magrebí, sacando las lecciones positivas de la experiencia conjunta en el sur del Líbano, conseguiría dar un nuevo impulso. Habría que animar más a los países del norte de África, que se muestran incapaces de convertirse en socios fiables, a que aceleren el paso.

Este diagnóstico es severo pero necesario, ya que quiere estar al servicio de una gran ambición: la de construir el Gran Magreb de arriba abajo, la de dar a las empresas, grandes y pequeñas, privadas y públicas, el papel central que les corresponde.

Mientras Marruecos no esté en condiciones de comprar gas y amoniaco argelinos, ¿cómo pueden sus grandes empresas competir en los mercados de exportación con posibilidades de tener éxito? Mientras Argelia importe bienes y servicios de China antes que de Marruecos, ¿cómo pueden crearse empleos? Y si no se reducen los costes de producción aquí y allá, ¿cómo se pretende que afluyan las inversiones extranjeras?

¿Podemos imaginar el día en que Argelia, cuyas reservas de divisas se cifran hoy en 160.000 millones de dólares, invierta sus capitales en el Magreb antes que acumular fortunas, que se devalúan rápidamente, en bancos occidentales? ¿Podemos soñar un día que Marruecos deje de temer que Argelia le corte un gas que todavía no le ha comprado?

El Magreb tiene una bandera que no ondea en ninguna parte. Son las jóvenes generaciones las que tienen que hacer frente al reto que sus mayores parecen rechazar.

Francis Ghilès, del Instituto Europeo del Mediterráneo (Barcelona). Ha sido corresponsal del Financial Times para el norte de África. Traducción de Martí Sampons.