El mal

Jean-Paul Sartre era una mente luminosa, dotada de una excepcional capacidad analítica, que sin embargo se equivocó muy a menudo. Y en especial, en los aspectos morales de su filosofía política. En cierta ocasión admitió, quejumbroso, su incapacidad para dotar a su pensamiento de una dimensión ética. Y extendió ese fracaso a la generalidad de los pensadores surgidos de las ruinas de la II Guerra Mundial. Se equivocaba otra vez, o quizás mentía, porque a su lado, pero en su disidencia, crecía una figura de indudable talante moral, Albert Camus, tachado de esteticista por los pensadores progresistas franceses de su tiempo.

Ahora nos hemos acostumbrado a caminar desnudos de ética y son pocos aquellos de nuestros pensadores que buscan en estos tiempos dotar de un sentido moral a la historia, como si dieran por buena la visión de Macbeth: «La vida es una historia narrada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa». Parece que ya no creemos en la redención y que hemos renunciado a la construcción de un mundo mejor, algo que ha sido una constante en el esfuerzo de los hombres a lo largo de los siglos, o por lo menos de unos cuantos: los pensadores. Y el hombre, si renuncia a la redención, es un animal herido.

Digo esto, no sólo porque me asuste ver el crecimiento de la corrupción, contemplar cómo la avaricia de los poderes financieros se ha desbocado sin que nadie sepa cómo ponerle el freno, sentir el desánimo palpitante de una sociedad que no ve salida a la crisis económica y moral..., no es eso sólo. Me asusta más darme cuenta de la resignación con que aceptamos convivir con ello y la naturalidad y el conformismo con que se abren paso nuestros sentimientos de derrota.

El mal y el delito se han hecho costumbre y convertido en hábitos; los malvados ya no se esconden, los estafadores sonríen a las cámaras de los fotógrafos, el que no se enriquece por los medios que sea es que es tonto –lo dijo tal cual un socialista en tiempos de Felipe González, el entonces ministro de economía Carlos Solchaga– y el caso Pujol no lo juzgamos como una catástrofe de la democracia, sino que lo contemplamos a veces como la habilidad de un golfo lo suficientemente listo como para construirse una biografía de patriota ejemplar. Resulta curioso que esa catástrofe ética e institucional le produzca al actual «president» de la Generalitat, en sus propias palabras, solamente «pena, tristeza, lamento y decepción». ¿Nada más que eso, señor Mas? ¿No le irrita, no le dan ganas de escupir al muy honorable, no siente deseos de abofetear hasta que le duelan las manos al hombre que enfangó el prestigio de Cataluña y el de todas las instituciones democráticas? Pujol no era sólo un político de relumbrón, sino el abanderado de la dignidad de su pueblo y de la defensa del imperio de las leyes. Ahora hemos visto que esa bandera era tan sólo un capote para protegerse del toro de la justicia.

Por otra parte, he visto imágenes muy penosas estas semanas en los periódicos, a las que podría poner como ejemplo de la indiferencia con que nuestra sociedad contempla el derrumbe de la moral pública. Citaré una sola, no obstante: la de Carlos Fabra, el antiguo presidente del PP de Castellón, saliendo chulesco de la Ciudad de la Justicia, mientras un agente de Guardia Civil, en la puerta de los juzgados, le estrecha la mano con gesto sonriente. ¿La ley se cuadra ante el corrupto?

Yo veo el delito financiero como una de las caras del mal, cuya raíz no es otra que la ausencia de una dimensión ética en el mundo de hoy, de una ética, por supuesto, laica. Me puedo imaginar una alegre reunión de Pujol y señora con sus «pujolitos», bajo el árbol de la Navidad familiar, planeando cómo se van a enriquecer usando de sus influencias y de su gran amor a Cataluña. Y mientras los niños cantan «Campana sobre campana» y abren los paquetes con los regalos, imagino el rostro enternecido del abuelete que ha sido capaz de construir una familia unida sobre una montaña de monedas de oro, protegida por la campana de «su» Cataluña. Si yo tuviera talento como dibujante, pintaría a Pujol como un tío Gilito con barretina.

En estos días, uno añora la Europa del siglo XVIII, la Europa de las luces de la Ilustración, rayos de luminosidad que hoy nos quieren arrebatar congregaciones intransigentes en el interior de la Iglesia católica –menos mal que ha venido el Papa Francisco a poner orden–, movimientos políticos repulsivos de signo xenófobo que recuerdan los principios ideológicos del nazismo y un avariento y enloquecido sistema financiero. Vale recordar lo que decía, en 1997, Rüdiger Safranski en su magnífico libro «El Mal»: «Las catástrofes del siglo XX nos han impartido una lección, a saber: que el poder económico ha de equilibrarse con el poder político». Habría que añadir hoy que el poder político precisa equilibrarse con el poder de una ética y una justicia vigorosas.

Hace un par de décadas, el director de cine galés Peter Greenaway proclamaba con euforia: «Nos hemos deshecho de Dios, de Satán y de Freud. ¡Por fin estamos completamente solos en la historia de la humanidad!». Vale. Pero no hemos sabido deshacernos del poder del dinero ni construir una moral que controle los instintos de los más ricos.

Nadie, a estas alturas, ni siquiera la autoproclamada izquierda, pone en cuestión a un capitalismo que aspira a enriquecerse a base de ingenio, de diálogo y de riesgo personal. Pero casi todos detestamos ese capitalismo que pretende convertirnos a la mayoría de los humanos en esclavos. Fracasados los políticos por embridar a los poderes financieros, es la hora de los pensadores audaces.

En el Renacimiento, hartos de un Medievo en sombras, los hombres miraron hacia la Grecia clásica para reinventarse. ¿No será ahora la ocasión de girar la cabeza hacia los principios de la Ilustración para reconstruir una suerte de despotismo democrático?

Javier Reverte, periodista y escritor.

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