El filósofo francés Alan Badiou caracterizó el estado de cosas después del colapso de los regímenes comunistas como “esta situación turbulenta, en la que vemos al mal bailando sobre las ruinas del mal”. Casi tres décadas después, y tras una crisis económica brutal, cabe preguntarse si seguimos aceptando como un mal menor las políticas neoliberales y de austeridad que tanto daño han hecho, y que siguen siendo el paradigma dominante ante la generalizada pasividad de los partidos socialdemócratas y de centro izquierda.
El error más grande, por supuesto, fue la aceptación y aplicación de la austeridad, que convirtió a los gobiernos socialdemócratas en gobiernos reaccionarios. Los políticos de centro-izquierda, convencidos de que las elecciones se ganaban desde el centro, obsesionados con la misión de demostrar que también podían ser fiscalmente responsables, incapaces de unir fuerzas a nivel europeo para contrarrestar el dogmatismo alemán, y complacientes porque sentían que los votantes izquierdistas no tenían otras alternativas electorales, saltaron apresuradamente al vagón de la austeridad, en algunos casos incluso con fervor para así demostrar su convicción a los mercados.
El problema, sin embargo, es que a pesar de esta debacle la izquierda no está pasando por un proceso de renovación profundo. La aparición de nuevos partidos izquierdistas y populistas puede ser solo una parte de la respuesta, pero lo que realmente falta es una formulación de nuevas políticas y alternativas que desafíen el paradigma neoliberal dominante.
El problema de la socialdemocracia no es nuevo. Hay razones estructurales que explican su declive: los trabajadores están menos sindicalizados, las identidades tradicionales de clases se han erosionado, y los sistemas de partidos tradicionales también se han desgastado fuertemente en las últimas décadas. Además, la globalización ha introducido una nueva cuña que genera divisiones entre los votantes de clase media (universalistas) frente a los votantes de la clase obrera (menos universalistas), lo que ha fragmentado aún más el voto de izquierda.
Hay que recordar que la mayor parte de los problemas actuales precedieron a la reciente crisis. De hecho, el relativo estancamiento de los ingresos reales y de los niveles de vida de la clase trabajadora y de las clases medias; el declive de la movilidad social; el aumento de la inseguridad en el empleo motivado por los cambios tecnológicos y la liberalización de los mercados comerciales y financieros; o las transformaciones culturales y sociales provocadas en parte por la inmigración, comenzaron décadas antes de la Gran Recesión. El centro-izquierda, sin embargo, no reconoció la urgencia de estos problemas y no implemento políticas para abordarlos de manera efectiva. Más recientemente, la combinación de la Gran Recesión, las restricciones fiscales impuestas a los países miembros de la eurozona, y los temores a la inmigración han agravado esos problemas y han añadido combustible al descontento de los votantes que han abandonado a los partidos socialdemócratas en masa.
Para detener su declive y confrontar efectivamente el auge del populismo, los partidos socialdemócratas necesitan reconocer las auténticas ansiedades económicas y culturales de los votantes que les han abandonado, y definir un nuevo proyecto. En lugar de respaldar ciegamente la austeridad fiscal y los acuerdos de libre comercio, que han dañado mucho a sus votantes tradicionales, necesitan encontrar una combinación adecuada de políticas monetarias y fiscales.
Además, los beneficios de la globalización tienen que ser distribuidos equitativamente, las corporaciones y los ricos necesitan pagar su justa parte de los impuestos, y las políticas deben ser encaminadas a amortiguar su impacto social. Los líderes de centro-izquierda deben de dejar de esconderse detrás de la globalización y desarrollar políticas fiscales progresivas que reduzcan la desigualdad, aunque limiten la movilidad de las empresas; políticas industriales que ayuden a diversificar nuestras economías; reformas laborales que protejan a nuestros trabajadores, incluso si ello supone que haya que cambiar las reglas que protegen el libre comercio; y promover regulaciones financieras que controlen el daño de los flujos de capital a corto plazo. Finalmente, necesitan repensar cómo educamos y capacitamos a nuestra fuerza de trabajo para satisfacer las demandas del futuro.
Y tienen que aceptar que muchas de las soluciones necesitan ser implementadas a nivel europeo. Las restricciones impuestas por las normas de la eurozona son fundamentales para entender la situación de los partidos de centro-izquierda porque como miembros de la zona euro tienen que atenerse a una plétora de estrictas normas fiscales que limitan las políticas nacionales y han obligado a los partidos de centro-izquierda a adorar en el altar de las restricciones presupuestarias y de la competitividad para así satisfacer a sus amos de la eurozona (y también a los mercados financieros), a menudo a expensas de las políticas sociales y de sus ciudadanos. Ahora mismo, para que cualquier país escape de la camisa de fuerza fiscal de la eurozona, la única opción real es abandonar el euro. Esa es la solución ofrecida por los partidos extremistas. Más bien lo que necesitamos es más flexibilidad fiscal y un plan de inversión a nivel de la eurozona financiado por eurobonos.
Para tener una oportunidad, la izquierda tiene que cambiar los términos del debate. Tiene que reconocer que las personas que se ven a sí mismas como perdedoras de la globalización necesitan algo más que beneficios sociales: lo que quieren son empleos estables y dignos. Ese es el reto clave. Y para crear esos empleos decentes necesitamos provisión de bienestar, salarios mínimos, formación y programas de aprendizaje continuado, regulación para eliminar contratos temporales, y provisiones para facilitar el cambio de empleo. En definitiva, necesitamos programas que ayuden a los trabajadores a trabajar.
Los principales impulsores en la política son el miedo y la esperanza. El centro-izquierda debe responder con esperanza al miedo populista. La socialdemocracia no ha muerto, pero necesita cambiar los términos del debate. Para hacer frente a la fragmentación de su electorado tradicional y afrontar el auge del populismo tiene que elaborar una narrativa optimista que se centre en las oportunidades para abordar los temores del día, a la vez que ofrece soluciones reales a los problemas de los ciudadanos. Tiene que demostrar que los ciudadanos recibirán el apoyo que necesitan para hacer frente a los cambios que están sucediendo a su alrededor. Esto debe comenzar con un rechazo de la austeridad en favor de la economía de la inversión, así como una mayor cooperación económica a nivel europeo y más solidaridad. No hay un plan fácil para reconstruir la confianza, pero es urgente que este proceso comience. El futuro de nuestras democracias liberales está en juego.
Sebastián Royo es rector interino de la Universidad de Suffolk en Boston y catedrático de Gobierno.