El mal existe

Uno de los eslóganes más funestos en toda la historia del pensamiento es «el hombre nace libre y por doquier se encuentra encadenado», de Rousseau, que contradice la razón, la historia y la realidad, pues hombres y mujeres no nacemos libres, sino todo los contrario: necesitamos todo tipo de ayuda para sobrevivir no ya los primeros días, sino los primeros años, que algunos alargan hasta pasada la juventud. En cuanto a que nos encontramos encadenados, sólo afecta a los delincuentes, aunque no a todos ellos, por desgracia. Quienes obedecen las normas de convivencia que nos hemos dado no deben temer encontrarse en esa triste situación, al menos en democracia. Lo que Rousseau quiso decir fue que es la sociedad quien los encadena, en ella encontramos defensa contra todo tipo de ataques. De ahí que en el Estado de Derecho la violencia queda reservada a la Justicia y a las fuerzas de orden público.

Sólo a un individuo como Rousseau, que envió a sus hijos a la inclusa, puede ocurrírsele tal trastrueque moral. Como que fuera padre del «buenismo», que tantos seguidores ha tenido y tan funestos resultados nos ha dado.

El mal existe en este mundo y no porque la Biblia lo señale en el pecado original, transformado modernamente en «la debilidad de la naturaleza humana», sino porque nos rodea por todas parte y tenemos ejemplo a diario. Wenceslao Fernández Flores, en su novela «Las siete columnas», llega incluso a decir, con su humor amargo, que los siete pecados capitales son en realidad los que gobiernan la vida humana y si contemplamos hechos pasados y presentes, como las cámaras de gas o el exterminio de tribus africanas, estamos a punto de darle la razón, aunque las gentes que dedican su vida a los demás o, simplemente, a sacar adelante a sus familias, nos advierten de que el bien también existe. Claro que ser bueno es mucho más difícil que ser inteligente o bello.

La maldad, en cambio, parece mucho más fácil, dada su proliferación. Hay delincuentes de todas las clases e incluso surgen nuevas variedades. Y si el buenismo puso de moda que en su origen están las diferencias sociales, en un claro ataque al capitalismo, la escuela freudiana llegó a conectarlo con el complejo de Edipo causante del odio del hijo al padre (la autoridad) al desear sexualmente a la madre y alguna otra extravagancia por el estilo. El caso es que leyes y tribunales han enfocado su actividad más hacia la rehabilitación del delincuente y su reincorporación a la sociedad que hacia su castigo.

El escaso éxito que han tenido no impide que la izquierda insista en ello, como que el Estado es el mejor administrador de nuestro dinero, pese al fracaso de las economías estatalizadas, con la excepción de China, que ha implantado la productividad y la competencia como normas. En el terreno que tratamos, la aparición de The criminal personality, de Samuel Yochelson, marca un hito. Tras pasarse ocho mil horas entrevistando a reclusos durante quince años, a sus familiares, amigos, maestros, novias, patronos y socios, llega a la conclusión de que el delincuente nace, no se hace. No se rehabilita, por tanto, más que en casos rarísimos. Sólo la amenaza de castigo puede disuadirle de seguir delinquiendo. Y eso, sólo hasta cierto punto.

La primera sorpresa es que la pobreza no crea la delincuencia. Muchos de los entrevistados venían de familias en buena posición, prácticamente todos tenían hermanos completamente normales, aunque ellos se caracterizaron por ser diferentes del resto, con una tendencia desde los cinco años a mentir y hurtar. También sorprende que no es especialista, asesino, ladrón, estafador, etc., sino que se trata más bien de una profesionalización por comodidad o habilidad, pero puede pasar de un delito a otro sin problemas. Niega también la «incontrolabilidad» de sus acciones. Al revés, sopesa pros y contras de sus golpes y sólo los da cuando cree no ser detenido.

El niño delincuente es despierto, hábil, inquieto, bien parecido, pegado a su madre, ansioso de lo nuevo, pero perdiendo el interés pronto por ello. Precoz sexualmente y miedoso ante la oscuridad, los truenos, relámpagos, la enfermedad. Hacia los nueve años, ese niño, por causas aún desconocidas, consigue vencer sus miedos e inhibiciones, junto al sentimiento de culpa o compasión respecto a los otros. Este cortocircuito emocional dominará ya toda su vida, permitiéndole conseguir por el camino más rápido lo que quiere sin el menor remordimiento. Paralelamente, pierde el interés por la escuela, la familia y los juegos que requieren cooperación. Las actividades de equipo le interesan sólo en la medida que pueda dirigirlas, e incluso se cansa pronto de ellas, convirtiéndose en un solitario secretista que elude responsabilidades. Contrariamente a la idea generalizada de que le han echado a perder «las malas compañía», es él quien las busca entre mayores que puedan enseñarle cómo violar las normas.

Al alcanzar la mayoría de edad, ha llegado a la conclusión de que el mundo existe para servirle. No reconoce otras emociones y derechos que los suyos. Cuanto está a su alcance le pertenece. Su ego es colosal. Se considera superior a todos. Cree que puede ser lo que quiera, un gran artista, un conocido escritor, un músico famoso, de proponérselo. Pero no ve la necesidad de demostrarlo. Junto a ello, es un superoptimista, y no sólo encuentra justificación a sus actos, sino también cree que nunca será atrapado. Si lo es, fue mala suerte o culpa de otros. Aunque debajo de ese optimismo persisten los miedos infantiles, que trata de enmascarar con un estilo de vida extravagante: grandes propinas, mujeres espectaculares, mentiras sobre sí mismo, presentándose como médico, piloto, abogado, incluso sacerdote. De hecho, está incapacitado para la vida normal, que desprecia. Su relación de los demás se basa en su explotación. Confía sólo en aquéllos que puede controlar, y ni siquiera del todo. No tolera críticas y, en los momentos de depresión, tiende a la violencia, a veces sin sentido.

De acuerdo con el estudio del Dr. Yochelson, el último motor de sus robos no es el dinero; ni el de las violaciones, el sexo. En ambos casos, el delincuente trata de subrayar su superioridad sobre la víctima y sobre la sociedad de la que no forma parte, sin tener claro si es por su culpa o por la de ella. Muchos delitos «inexplicables» se explican así.

En resumen, estamos ante un mentiroso crónico, dispuesto a cualquier cosa con tal de obtener lo que desea, maestro en la autojustificación, convencido de que su actividad tiene que ser admitida, y adamantino en cuanto a un cambio de comportamiento.

De ser verdad sólo una mínima parte de lo que asegura el estudio, el entero sistema de rehabilitación lanzado en las últimas décadas descansa sobre bases falsas. «El delincuente -escribe el Dr. Yochelson- no puede ser rehabilitado. En el mejor de los casos solo habilitado».

Dejo al lector, especialmente si es congresista, decidir si hay que mantener la prisión permanente revisable o cancelarla, como algunos piden.

José María Carrascal es periodista.

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