El mal menor para la eurozona

Se suponía que no iba a pasar así. La formación de un nuevo gobierno alemán demoró tanto que, recién después de que la elección general italiana el 4 de marzo resultara en un terremoto político, Francia y Alemania empezaron a trabajar en la reforma de la eurozona. La canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, Emmanuel Macron, ahora han resuelto allanar sus diferencias y ofrecer en julio un plan de ruta conjunto para una reforma. Pero no pueden ignorar los cambios generados por la victoria arrolladora de los partidos anti-sistema de Italia. Hasta entonces, el populismo parecía contenido. Ahora forma parte de la corriente principal.

Para quienes tengan que delinear el plan franco-alemán, el mensaje de Italia es que el marco político que ha dominado Europa desde mediados de los años 1980 ya no cuenta con un amplio respaldo. Durante tres décadas, el consenso sobre la necesidad de reformas de mercado y finanzas públicas sólidas ha sido lo suficientemente fuerte como para superar la oposición en países pequeños (Grecia) y sobrevivir a la dilación en países grandes (Francia). Sin embargo, en los próximos años, el campo de juego de la eurozona puede convertirse verdaderamente en un campo de batalla.

La primera víctima seguramente sea el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la UE, con su plétora de reglas fiscales, procedimientos de control y eventuales sanciones por déficits excesivos. El Vade Mecum de 224 páginas sobre la implementación de la disciplina fiscal en la UE es absolutamente complejo, hasta tal punto que ningún ministro de Finanzas, y mucho menos un parlamentario, entiende plenamente a qué debe atenerse su país.

Para los populistas, sin embargo, las reglas indescifrables redactadas en Bruselas son un blanco político simple y directo. En "Baron Noir", una popular serie de televisión francesa, un presidente involucrado en un escándalo financiero casi escapa de la humillación pública montando una coalición contra las multas por déficits de la UE. En un momento en que el populismo crece en casi todas partes en Europa, la realidad pronto puede superar a la ficción. Para los países grandes, la amenaza de sanciones siempre ha sido un tigre de papel. La diferencia ahora es que se le puede pedir a la UE que revele sus verdaderas intenciones.

A falta de sanciones, ¿qué garantizará que los participantes en la eurozona se comporten? Esto es lo que preocupa a Alemania, y con razón. Más allá de las reservas que se puedan tener sobre la obsesión fiscal de Alemania, hacen falta reglas del juego para lidiar con la acumulación insostenible de deuda pública en una unión monetaria. No se puede depender de la ambigüedad en materia de políticas, en un sistema privado de un centro de poder fuerte. Si nadie sabe qué sucederá si un país no se comporta, la expectativa tal vez termine siendo que las deudas se monetizarán -a un costo inflacionario alto.

En una conferencia reciente en Berlín, los economistas debatieron sobre qué hacer si el euro resulta insostenible. Prominentes académicos alemanes expresaron la visión de que, a falta de sanciones creíbles, sólo la amenaza de una salida forzada podría disciplinar a los miembros díscolos de la eurozona. En otras palabras, los gobiernos deberían enfrentar una opción clara: o se comportan o se van.

Técnicamente, esto no sería difícil de implementar. Para forzar la salida de un país moroso, el BCE simplemente podría desconectar su sistema bancario de la liquidez del euro. Eso estuvo a punto de suceder en 2015, cuando Grecia estaba al borde de la salida, y Wolfgang Schäuble, el ministro de Finanzas de Alemania en ese momento, consideró expulsar a Grecia. Hizo falta una larga y dramática noche de conversaciones para que los líderes de la eurozona acordaran no hacerlo.

Expulsar a un país, sin embargo, tendría consecuencias nefastas. La irreversibilidad del euro puede ser un mito -nada es irreversible- pero es un mito útil. Si las empresas y los ahorristas empezaran a especular sobre la próxima salida, la confianza en la moneda común pronto se desvanecería. La gente trasladaría sus ahorros para protegerlos de un riesgo de redenominación. Un euro alemán valdría más que un euro francés, que a su vez valdría más que un euro italiano. Es por eso que Mario Draghi, presidente del BCE, dijo en 2012 que haría "lo que fuera necesario" para preservar la integridad del euro.

Ahora bien, ¿qué pasa si las sanciones no funcionan y la amenaza de una salida es una bomba de racimo que afectaría a todos? En un documento reciente en el que trabajé con colegas franceses y alemanes, defendemos la idea de hacer que una reestructuración de la deuda dentro de la eurozona sea una posibilidad creíble. No pensamos que una reestructuración de la deuda sea benigna, muchos menos deseable, y no defendemos que sea automática o impulsada por gatillos numéricos.

Pero, en un sistema sin sanciones, la responsabilidad fiscal se puede implementar sólo si se cumplen dos condiciones. Primero, los gobiernos y quienes los financian deben enfrentar las consecuencias de la irresponsabilidad -es decir, en definitiva, la reestructuración de la deuda-. Segundo, la subsiguiente disrupción financiera debe ser limitada, de manera que los responsables de las políticas no quieran evitar la reestructuración a cualquier precio. Esto, a su vez, exige una cantidad de reformas que detallamos en nuestro documento.

Esta idea provoca fuertes reservas, no sólo en Italia, donde el establishment político está obsesionado con el endeudamiento sin precedentes del país, sino también en Francia, donde el pago de la deuda es considerado como la línea divisoria entre los países avanzados y los países en desarrollo. Los recuerdos de la cumbre de Deauville -un régimen mal concebido para ocuparse de la deuda pública excesiva elaborado por Merkel y el entonces presidente francés Nicolas Sarkozy- siguen vivos. La visión francesa es que no debería contemplarse una reestructuración de la deuda, inclusive como un resultado posible.

Pero los franceses deben enfrentar la nueva realidad. Si bien el euro sobrevivió a la disrupción financiera de 2010-2012, ahora se ve confrontado por una disrupción política que, potencialmente, implica un reto mayor. Hay que enfrentar esta amenaza.

A falta de un consenso compartido sobre la inviolabilidad de las reglas, no hay muchas posibilidades. Una es un euro sin un anclaje, algo a lo que el norte de Europa no querría seguir perteneciendo por mucho tiempo. Otra es un euro con una puerta de salida bien abierta, algo que rápidamente conduciría a otra crisis financiera. Y otra es un euro con mecanismos internos, definidos y predecibles, de resolución de deuda. Hay que reconocer que la última opción conlleva riesgos, pero efectivamente es más segura que la amenaza de la salida. Francia, y Europa, deberían elegir el mal menor.

Jean Pisani-Ferry, a professor at the Hertie School of Governance (Berlin) and Sciences Po (Paris), holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute and is a Mercator senior fellow at Bruegel, a Brussels-based think tank.

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