El mal uso de los medicamentos en la agricultura

La mayoría de nosotros no nos damos cuenta de las amenazas que causan nuestras acciones cuando dichas amenazas son invisibles. Un buen ejemplo es el uso que hacemos de los antibióticos. Cuando se utilizan de forma juiciosa, los antibióticos salvan vidas y evitan la transmisión de enfermedades mortales. Pero, el poder terapéutico de los antibióticos está siendo malgastado por su uso imprudente en la agricultura.

Hoy en día, más de la mitad de los antibióticos administrados del mundo se utilizan en la producción de alimentos. Los agricultores utilizan antimicrobianos para tratar las infecciones en el ganado. El problema es que comúnmente ellos utilizan mal los antibióticos: ya sea para compensar malas prácticas agrícolas – como por ejemplo el hacinamiento en las granjas industriales, que fomenta la propagación de enfermedades – o para acelerar el crecimiento y reducir los costos de producción.

Estas prácticas pueden parecer inofensivas de forma aislada, pero su efecto agregado es peligroso. A medida que los antibióticos ingresan en el medio ambiente a través de los alimentos que las personas comen o los desechos que producen los animales, se intensifica la resistencia antimicrobiana. Y, esto afecta la salud humana en formas inquietantes.

Todos los días, en hospitales y clínicas de todo el mundo, los pacientes reciben antibióticos para tratar infecciones bacterianas como ser la tuberculosis, la gonorrea o la neumonía. Otros reciben antibióticos profilácticamente, con el propósito de prevenir infecciones bacterianas durante cirugías o cuando afecciones o tratamientos (tales como la quimioterapia) subyacentes afectan sus sistemas inmunitarios. Desafortunadamente, muchos antibióticos ampliamente utilizados están perdiendo su capacidad de proteger a los pacientes y tratar las enfermedades; el mal uso rutinario de antibióticos en la agricultura es una razón clave por la qué esto ocurre.

No mucho después de que el microbiólogo escocés Alexander Fleming descubriera un hongo que podía matar bacterias, reconoció que el uso excesivo de antibióticos estimularía la resistencia. Como Fleming advirtió en el año 1945, “la persona irreflexiva que hace jugarretas con la penicilina es moralmente responsable de la muerte del hombre quien termina sucumbiendo a una infección causada por un organismo que es resistente a la penicilina”.

El mal uso generalizado de los antibióticos en la agricultura es una de las formas más atroces de “hacer jugarretas con la penicilina”. En 2015, se descubrió una nueva bacteria resistente a los antibióticos en cerdos chinos, y acto seguido en pacientes chinos. Desde entonces, se han descubierto dos variantes más de la bacteria, y los genes que permiten que estas bacterias sean resistentes a los antibióticos y salten entre especies – llamados “elementos genéticos móviles” –  han sido encontrados en granjas y hospitales a lo largo y ancho del mundo. Si el uso imprudente de antibióticos en la agricultura continúa, el impacto en las personas será severo.

Afortunadamente, hay una solución. Hace más de una década, la Unión Europea prohibió el uso de antibióticos en la agricultura para cualquier otro fin que no sea el tratamiento de infecciones. Y, aunque la regla no es perfecta, ha ayudado a reducir el uso de antibióticos. En Dinamarca, por ejemplo, el uso total de antibióticos por parte de los criadores de cerdos ha disminuido, a pesar del ligero aumento en los antibióticos administrados para tratar enfermedades porcinas. Estos avances, por modestos que sean, son alentadores – y, deberían fomentar aún más las acciones coordinadas.

Debido a la naturaleza global de la amenaza, sólo la cooperación multilateral – en la forma de nuevos tratados o acuerdos comerciales – puede garantizar que los agricultores en todas partes cumplan con estándares mínimos para criar ganado, sin hacer uso innecesario de antibióticos. En diciembre del año 2015, un estudio encargado por el gobierno británico y presidido por el economista Jim O’Neill halló que el medio más eficaz de cambiar los comportamientos sería establecer un límite máximo permitido para el uso de antibióticos, pero, a su vez, permitir que los países de manera individual experimenten con impuestos o restricciones para cumplir dicho límite máximo permitido. Además, como he argumentado en otros partes, se debe exigir que los agricultores obtengan una receta antes de administrar medicamentos al ganado. Aunque la prohibición de la UE incluye tal disposición, las exenciones y exoneraciones han atenuado la regla.

Si se llegara a un consenso mundial – por ejemplo, a través del G20 o la Asamblea General de las Naciones Unidas – los países que elijan imponer impuestos a los antibióticos agrícolas podrían usar los ingresos para facilitar la transición a prácticas agrícolas alternativas. El dinero también podría destinarse a financiar investigaciones sobre carne in vitro, lo que reduciría drásticamente el sufrimiento de los animales y disminuiría la carga que significan las enfermedades infecciosas.

Lo más importante es que cualquier tratado nuevo debe proporcionar a los signatarios flexibilidad para satisfacer las diversas necesidades de sus agricultores. El objetivo de la acción global debería ser incentivar a los agricultores para que reduzcan el uso de antibióticos, no infligir castigos.

Es posible crear condiciones bajo las cuales los antibióticos se usen sólo para tratar a pacientes enfermos, no para tratar a animales sanos. Aunque el mundo está muy lejos de alcanzar ese objetivo, las prácticas impulsadas por los consumidores en Estados Unidos  y las reglamentaciones en Europa han demostrado que los agricultores cambiarán su abordaje, si se les alienta o se les exige hacerlo.

Incluso así, la mayoría de nosotros permanecemos ciegos ante las consecuencias involuntarias de nuestras decisiones. A menos que las personas se abstengan voluntariamente de consumir carne criada en granjas industriales, necesitaremos que los gobiernos y las organizaciones multilaterales nos mantengan en el camino correcto.

Jonathan Anomaly is a professor of philosophy at the University of San Diego, and co-editor of Philosophy, Politics, and Economics: An Anthology. Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos.

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