El malestar contemporáneo

Por Juan Pablo Fusi, catedrático de Historia Contemporánea y director de la Fundación Ortega y Gasset (ABC, 09/01/06):

LA historia carece de lógica predeterminada. Es un proceso abierto, discontinuo, imprevisible, en buena medida incoherente. La revolución de 1989, con la caída de los regímenes comunistas de la Europa del Este y la posterior desaparición de la Unión Soviética, pareció consagrar el triunfo de la democracia. Se pensó -si se recuerda- que democracia y pluralismo, que eran ya el fundamento de Occidente, triunfarían en el mundo, y que el fin de la Guerra Fría crearía un nuevo orden mundial basado en la autoridad de la ONU como garantía de la seguridad y la paz.

En todo caso, la evolución hacia la democracia tras 1989 fue en muchos sentidos evidente: procesos de transición en la Europa del Este, reunificación de Alemania, caída de las dictaduras de Paraguay, Etiopía, Haití, Nigeria y Zaire (Congo), procesos electorales y fin de la lucha guerrillera en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, fin negociado del apartheid en Sudáfrica, acuerdo de paz, ya en 1997, en Irlanda del Norte, posibilidad de paz en Oriente Medio tras las conferencias de Madrid y Oslo... El fin de la Guerra Fría permitió a la ONU, ya en los años 90, revitalizar sus intervenciones en misiones de paz y de ayuda frente a la pobreza y el hambre: el intervencionismo humanitario -según la expresión entonces acuñada-aparecía así como la nueva y enaltecedora misión que correspondía a los poderes internacionales y a las organizaciones no gubernamentales, un poder social nuevo -de gestión y funciones vagamente definidas- surgido, o potenciado, precisamente a raíz del cambio.

1989 fue, sin embargo, un formidable espejismo democrático. El nacionalismo reapareció de inmediato, o continuó, como factor de violencia y guerra: en Yugoslavia (cinco guerras en los 90: 300.000 muertos), en Georgia, en Armenia y Azerbaiyán, Cachemira, Kurdistán, País Vasco (800 muertos entre 1975 y 2000), Sri Lanka (nacionalismo tamil: 64.000 muertos entre 1983 y 2000) y Oriente Medio, donde en septiembre de 2000 los palestinos desencadenaron una nueva insurrección a la que Israel, bajo el mando de Sharón, respondió con extremada dureza. El fundamentalismo islámico, el movimiento por la reafirmación de los principios religiosos y sociales del islam asumido por distintos grupos radicales del mundo islámico -alimentado por el régimen iraní y por el ultranacionalismo árabe desatado por el conflicto de Oriente Medio- amenazó la estabilidad de los propios países islámicos y la seguridad de los países occidentales y, en primer lugar, de los Estados Unidos en tanto que arquetipo del mundo occidental. Los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, ya en septiembre de 2001 (3.000 muertos), y los posteriores de Túnez, Bali, Marruecos y Madrid en 2004 (191 muertos), sobrecogieron al mundo, y cambiaron la historia.

El hecho era, pues, incontrovertible: el mundo seguía siendo un mundo inestable y peligroso. Subdesarrollo y miseria, genocidios, hambre, epidemias, choques inter-étnicos, migraciones masivas y guerrilla, seguían definiendo, tras 1989, la realidad de por lo menos una tercera parte de la población mundial, especialmente en África. El terrorismo, injusticias, represión, la corrupción política, el crimen organizado y aún, de Estado, imperaban trágicamente en buena parte del planeta. Estados malogrados (como los nacidos de la Unión Soviética, si no la propia Rusia), dictaduras militares y civiles, regímenes de poder personal y partido único, sistemas autoritarios o totalitarios (China comunista, la Cuba de Castro, Corea del Norte, Irán...), populismos delirantes (Chávez en Venezuela), aún perduraban, o se instalaban, en muchos puntos, a veces con amplio apoyo social.

Como probaban la ocupación de Kuwait por Irak en 1990 y la guerra del Golfo que, como respuesta a Irak, se desencadenó poco después; o las intervenciones militares de la OTAN en la ex Yugoslavia para detener las agresiones de Serbia (1995, 1997), y de Rusia en Chechenia en 1994-95 y 1999; y las guerras de Afganistán en 2001 e Irak en 2003 -ambas desatadas por los Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre-, la violencia y la guerra continuaban condicionando, si no decidiendo, el orden internacional, a veces con la aprobación de la ONU, como en las guerras del Golfo y Afganistán, a veces sin ella como en Irak en 2003. El estado moral del mundo era perplejizante: las guerras provocaron una apasionada, y admirable, movilización pacifista (y un intenso antiamericanismo, sobre todo tras la guerra de Irak); pero el pacifismo abstracto era probablemente impotente ante la complejidad y gravedad de los conflictos, y muchas veces ocultaba una escasa, si no nula, determinación moral para asumir responsabilidades decisivas.

El malestar contemporáneo era, pues, patente. El mundo occidental, un mundo postindustrial con altos niveles de desarrollo, renta, educación y bienestar, carecía desde hacía tiempo de explicaciones religiosas o científicas o políticas verdaderas o coherentes, que le dieran razón de su condición y de su posible destino. Prensa, radio, televisión y las nuevas tecnologías de la información habían ido cambiando la significación de la cultura y el papel e influencia de ideas, valores y principios morales, como revelaba el triunfo, ya en los años 90, de modas y prestigios superfluos y ocasionales, y el interés y preocupación por acontecimientos y personalidades -del cine y la televisión, del deporte y la música ligera, de las industrias de la moda- excitantes pero efímeras, y exponentes muchas veces de ideas y gustos insoportablemente banales y vulgares.

Nuestra sociedad -la sociedad abierta y plural- es una sociedad sin verdades absolutas, marcada por la fragmentación del conocimiento, la crisis de las grandes explicaciones e interpretaciones de la vida y del mundo, y la desjerarquización de valores y principios. En Pequeño tratado de grandes virtudes (1995), Comte-Sponville argumentaba que virtudes como el valor, la humildad, la prudencia, la cortesía, la generosidad, la compasión, la justicia, la templanza, la gratitud o la buena fe, estaban desapareciendo, si no habían desaparecido ya; los valores de occidente parecían reducidos a dinero, celebridad, placer (alcohol, drogas) y sexo.

Progreso y bienestar materiales, pluralismo de valores y la visión de la vida como placer coexisten en nuestra sociedad con sentimientos indudables de infelicidad colectiva, y probablemente con un gran vacío moral. La literatura del mejor escritor de nuestros días, el sudafricano J.M. Coetzee (Esperando a los bárbaros, La vida y el tiempo de Michael K., Desgracia, Elisabeth Costello...), es una literatura del sufrimiento, de la opresión y del remordimiento, un análisis perfecto, en su laconismo y contención formales, de la obscenidad que supone la existencia entre nosotros de formas de violencia, opresión, injusticia y crueldad: una representación, en suma, del mundo contemporáneo.