El malestar de Europa

Las elecciones del pasado fin de semana, con su elevada abstención y el auge de los partidos extremistas y aislacionistas, son una muestra más del gradual proceso de distanciamiento entre la ciudadanía y el proyecto de integración del continente impulsado por las élites políticas y económicas. El creciente peso de los partidos que reclaman el refuerzo de las naciones-Estado y la devolución de competencias desde Bruselas tiene muchas explicaciones.

Desde la vertiente política, el complejo engranaje comunitario, impulsado de hecho por los propios Estados miembros, carece de suficiente legitimación democrática. El ciudadano siente que decisiones muy importantes sobre su vida diaria se adoptan desde instancias tecnocráticas, que no están sujetas al control democrático. Esta percepción, que sólo es parcialmente cierta, se refuerza cuando las autoridades políticas locales se escudan en Europa para introducir medidas impopulares.

Más allá de la perspectiva política, la creciente desafección hacia Europa tiene también profundas raíces económicas. No me refiero aquí ni a la crisis de deuda soberana y la consiguiente recaída en recesión de la zona euro, ni tampoco a la incipiente y heterogénea recuperación económica que apuntan los datos de crecimiento del PIB del primer trimestre en la eurozona. El problema es más estructural.

El fracaso de Europa queda patente si examinamos los resultados económicos más a largo plazo, por ejemplo desde 1997, año en el que los tipos de cambio de las monedas que formaron el euro quedaron definitivamente establecidos. La comparativa para este periodo entre los Estados Unidos y la eurozona es concluyente. En media, a lo largo de estos años la economía norteamericana ha aventajado a la europea en un 1% anual en tasa de crecimiento del PIB. La eurozona ha crecido un mísero 1,4% al año.

Este diferencial es el resultado tanto del escaso crecimiento de la productividad en la eurozona (cada año 0,7% menos que los EE UU y a fecha de hoy ya con una desventaja del 23%), como de la menor capacidad de generar empleo. En EE UU en estos años las horas trabajadas han aumentado a una tasa anual del 0,6%, mientras que en Europa nos hemos quedado en un raquítico 0,3%. En Europa trabajamos menos, ¡pero no precisamente porque seamos más productivos!

Estos magros resultados en crecimiento y empleo son, qué duda cabe, factores determinantes del malestar europeo, puesto que el modelo social del continente, su Estado de bienestar, es insostenible de mantenerse estas tendencias en el futuro.

Es tentador achacar los pobres resultados económicos de Europa precisamente a las disfunciones que genera su peculiar modelo socio-económico. Sin embargo, la evidencia muestra que algunos de los países más exitosos del planeta, por ejemplo Suecia, se basan exactamente en este modelo, adecuadamente gestionado, para alcanzar sus elevados niveles de competitividad. En el seno de la propia Unión Europea, por otro lado, conviven países con diversos grados de intervencionismo estatal en la economía y desarrollo del Estado de bienestar. No parece existir un modelo que domine claramente en términos de resultados de crecimiento y empleo.

También es tentador atribuir el fracaso de Europa a la propia introducción de la moneda única. Especialmente cuando aún estamos sufriendo los coletazos de una gran recesión, que en la zona euro ha sido especialmente dura debido a la recaída de los años 2012-2013. Es cierto que la introducción del euro ha estado en la raíz del brutal ciclo económico que ha vivido el continente. Sin embargo, estos perversos efectos cíclicos son el resultado de los graves errores de diseño de la Unión Económica y Monetaria. Son la consecuencia de haber avanzado agresivamente en la integración económica de Europa sin hacerlo en paralelo con una imprescindible mayor integración política: en el seno de una unión económica y monetaria las divergencias persistentes de competitividad solo pueden resolverse con cierto grado de control político central que permita, o bien imponer desde el centro reformas estructurales que corrijan los desajustes, o financiar fiscalmente las transferencias entre países para aliviar el impacto de los desequilibrios de productividad en los niveles de vida de la población.

Los pobres resultados de Europa en los últimos 15 años son también consecuencia de la falta de liderazgo político para avanzar de una manera sólida en la principal política de oferta comunitaria: la creación de un verdadero mercado interior único, comparable al de los EE UU. En todos aquellos sectores económicos en los que por su naturaleza el Gobierno continúa teniendo un papel significativo (sectores regulados como, por ejemplo, las telecomunicaciones, el energético o el transporte) los avances en la integración europea han sido a todas luces insuficientes. Ello se traduce en la persistencia de mercados fragmentados y empresas poco competitivas a escala global.

Las razones por las que las empresas europeas de estos sectores son comparativamente pequeñas son muy claras: son sectores en los que las fusiones transfronterizas son complejas y a menudo politizadas, cuando no bloqueadas directamente por intereses nacionales. Son sectores con regulaciones aún poco armonizadas, con predominio de legislación no comunitaria y reguladores locales. En muchos casos se requieren interconexiones y recursos compartidos a nivel de la UE, que los Estados miembros no han concedido. En definitiva, la soberanía nacional remanente, que aún es muy significativa, es la que impide la unificación del mercado y la verdadera integración económica del continente.

Es irónico. El voto favorable a la renacionalización de competencias crece en Europa, en parte como rechazo a los pobres resultados económicos del continente. Sin embargo, es precisamente la nacionalización de facto de muchas de las políticas clave de la Unión la que está conduciendo a la UE a una crónica e insostenible situación de bajo crecimiento y bajo empleo.

Serán necesarias dosis enormes de liderazgo y creatividad para dar la vuelta a esta situación. Se empieza a instalar en el imaginario colectivo la idea de que Europa no es tanto la solución, sino el problema. Va a ser difícil cambiar esta narrativa, pues, al fin y al cabo, son muchos los interesados, en todos los Estados miembros, en que la integración no avance, no fuera a poner en peligro su privilegiada situación.

Jordi Gual es profesor del IESE y economista jefe de La Caixa.

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