El malestar de la libertad

Según el tópico, España es un país de contrastes. Habríamos de añadir: de contrastes morales, de contradicciones y emocionalmente compulsivo. No es algo nuevo. La corrección política y el pensamiento único han agravado la situación, pero no la crearon. Simplemente han encontrado un clima idóneo para su cultivo. Los españoles nos agarramos a los clichés para sortear el razonamiento incómodo. Como durante siglos nos aferramos a los refranes para no fatigar los sesos. Instalados en la placidez del pensamiento precocinado, la libertad sale casi siempre mal parada.

La libertad no es una concesión, es una conquista. Hay principios que se permiten prescindir de la dignidad, aunque se devalúen. La libertad nunca. No puede haber libertad sin dignidad. Igual que algunos ejemplos en los campos de concentración nos demostraron que existe la dignidad al margen de la libertad colectiva. Si los individuos entregamos nuestra libertad, entregamos nuestra dignidad, y a la inversa. La libertad es un principio individual, pero los pueblos la conquistan colectivamente. El riesgo de fracasar como nación está en no saber qué hacer con la libertad si se ha luchado por ella. Una vez la ganamos, fue en 1808. Y se nos fue casi al tiempo. Desde entonces, algunos ensayos espasmódicos malogrados, como 1868; y otra vez, como describe Miguel Maura, que fue regalada, «suavemente, alegremente, ciudadanamente», en 1931. Así no hay nada que hacer. Pese a todas sus virtudes, la libertad alcanzada en 1978 tampoco fue resultado de una lucha sin cuartel, sino una oportunidad bien aprovechada y un singular ejemplo, esta vez sí, de saber qué hacer con ella.

Hoy la libertad no está de moda. Suelo acudir a los actos inaugurales o de graduación de cada curso universitario. Los discursos giran habitualmente en torno a una Universidad solidaria, justa, tolerante, sostenible, paritaria, plural, multicultural, igualitarista y que nos eduque para la paz. Sólo el año pasado el discurso de apertura se centró en la libertad. No es que los valores dominantes sean poca cosa, es que están supeditados a la libertad. A no ser que sólo se empleen como reclamos mantecosos de una doctrina falaz. La libertad necesita un sujeto, no es un mero objeto decorativo.

Igualmente, pregunto de forma retórica en clase qué es lo más sagrado que poseemos como individuos. La respuesta nunca es «la libertad». Los estudiantes responden: la ciudadanía, la igualdad, la soberanía, el derecho a participar, poder votar, el poder del pueblo. O en el súmmum del delirio arriesgan: la paz. Ignoran que les han hurtado parte de su individualidad para inocularles constructos insustanciales si no se comprenden; se convierten así en esclavos felices que profesan un sistema de creencias.

Más concretamente, en una conversación informal con un grupo de estudiantes les planteaba la siguiente hipótesis: su generación ha incorporado actitudes machistas que la mía estaba en curso de desterrar. Uno de los alumnos más brillantes respondió: «Es que mientras las mujeres de tu generación estaban obligadas a ganarse la igualdad; las de la mía sólo están obligada a utilizar unas palabras». Es decir, basta con memorizar unas cuantas nociones aunque no se entienda su significado ni mucho menos su raíz. Esta corrección política ha empobrecido las aulas y a la sociedad, incapaz de entender que la libertad es el fundamento de cualquier otro valor. Es el valor motriz. Vaya por delante que la corrección socialdemócrata no es un producto español, sino nórdico, cuyos efectos son visibles en todas partes.

No se explica en las aulas que la violencia sobre otros -cualquiera que sea la condición del otro- es nociva porque priva al débil, al violentado, a la víctima de su dignidad. Y es un error distinguir entre tipos de violencia para predeterminar umbrales de tolerancia. Se ignora que la igualdad ante la ley es la expresión más acabada de igualdad porque garantiza que se nos considere iguales en la diferencia y por tanto nos permite ser diferentes unos de otros; ser nosotros mismos sin miedo a ser tratados desigualmente ni condenados al aislamiento. Se desprecia el libre pensamiento sin caer en la cuenta de que contribuye al progreso social y al fomento de la transigencia, que no existe como valor en sí mismo, sino subordinado a que haya individuos libres de poseer y defender sus propias ideas sin despreciar las de los otros. Por eso el liberalismo es atomizado y no compacto. El modelo liberal permite que haya tantas ideas como personas libres; los totalitarios requieren de una idea que todos compartan.

Ahora vayamos al debate central tras un párrafo puente: si un maltratador, que lo ha sido durante más de 30 años, decide declarar públicamente que va a dejar de serlo a cambio de negociar su nuevo estatus en la sociedad; y asegura al mismo tiempo que su conducta no ha caído en saco roto porque ha conseguido condicionar el comportamiento del objeto de su violencia -su víctima-, la sociedad española se rasgaría las vestiduras hasta el paroxismo, pero como mero ritual, sin entender absolutamente nada, ni mucho menos el significado de la libertad, a menos que concentrara toda su rabia y su dolor por la víctima. Es decir, que dedicara todo su esfuerzo colectivo a recuperar y regenerar física y psíquicamente a quien ha sido desposeído de su individualidad, de su ser y su yo.

Sin embargo, ETA declara el cese definitivo de su actividad armada y en un ignominioso párrafo afirma que su «lucha de largos años» ha tenido sentido, ha «creado esta oportunidad» y ha resultado útil, para finalmente pedir que se negocie sobre las consecuencias de un conflicto que ella ha creado, y hay españoles que primero lo celebran y luego convocan a su brazo político. Sólo después y de soslayo miran a las víctimas. Es la España compulsiva e icónica que festeja los gestos y gesticula con las imposturas; que celebra el devenir y no las conquistas; que aspira a la tranquilidad aunque haga añicos ánforas de libertad.

Bien es verdad que puede discutirse la mayor, y hay quien considera que el último comunicado fue una conquista del Estado de Derecho y el comienzo de un recorrido que pasa por blanquear y legitimar las simpatías por la causa abertzale mediante las urnas, pero lo hace basándose en el indicio o suposición de que ETA estaba tan mal que no podía hacer otra cosa. O intuye que sacará más rédito mediante el cauce institucional. De tal modo que nos situamos en un debate sobre instrumentos, no sobre principios. Bajo este prisma, «el cese definitivo de su actividad armada» es hoy un instrumento más útil que la violencia, que lo ha sido y, por tanto, podría volver a serlO.

O sea, vuelta al comienzo: no hay nada que celebrar, de momento. Y mucho menos tras los resultados del domingo. Amaiur es la segunda fuerza en Euskadi, donde ETA sigue siendo un actor de la política vasca. Porque no se ha disuelto, sino que tras interpretar el contexto político ha evaluado sus medios disponibles y útiles para alcanzar sus objetivos. El tiempo dirá si lo interpreta adecuada o erróneamente y cuáles son las consecuencias de cada uno de los dos escenarios.

Que ETA haya cambiado unos medios por otros es indudablemente un avance. Lo hemos de reconocer por coherencia quienes sostuvimos que cuando dijeron «permanente» debieron escribir «definitivo». Pero insisto, no ha de celebrarse la mera sustitución de medios si no se acompaña de la aceptación de que los anteriores son tan dañinos como inútiles. Y eso no ha sucedido. La cuestión entonces es: ¿hay una parte de la sociedad a la que no le importa entregar poder a un partido que tiene un proyecto excluyente y considera la vía política sólo una alternativa igual de legítima que la de la violencia, que ahora no sigue porque le resulta improductiva o inviable? Sí: 333.628 votos lo certifican. Y hoy representan el 24% de la sociedad vasca porque muchos de los que representan a ideas opuestas han tenido que abandonar el País Vasco o son víctimas de la coacción -una forma de violencia-. Así las cosas, si aceptamos con naturalidad que pueden compaginarse los instrumentos coactivos con los legales estamos a las puertas de nuestro mayor fracaso como sociedad. Porque cederemos voluntariamente nuestra libertad.

Se argumentará en contra que este planteamiento supone condenar al ostracismo unas ideas sin permitir que compitan democráticamente. No es verdad. Simplemente se pide la disolución de ETA para certificar que desaparece el agente coactivo y, sobre todo, se aspira a romper el cordón umbilical que mantiene unidos los dos medios por los que se persigue el mismo fin. Es la única manera de separar el fanatismo de la ideología adaptada a la legítima y libre competencia, por muy extravagante que nos resulte el proyecto abertzale.

De tal modo que si se exige, para dar cauce de legitimidad a Amaiur, que ETA solicite el perdón de las víctimas no es por sentimentalismo pueril, ni ingenuidad y, si me apuran, ni siquiera por solidaridad. El perdón es una acción íntima que tiene un carácter y un alcance moral individual. En este caso es una fórmula para situar a las víctimas como eje de la conquista -si acaba siéndolo-, pues su actitud de aceptar el Estado de Derecho le concedió fuerza moral a la sociedad y al Estado. Es una fórmula que dignificaría la conquista pues supondría nuestro reconocimiento de su dignidad. Por otra parte, la libertad de nuestra sociedad pasa por la aplicación de la ley sin salvoconductos ni excepciones. Pues otro de los aspectos deteriorados por los efectos del buenismo es entender la separación de poderes y el imperio de la ley en sentido relativo y no absoluto, es decir, como garantía de libertad.

Por último, hay quienes tras la celebración del comunicado recordaron a las víctimas. Fue un gesto loable pero insuficiente y enseguida depauperado por el empleo de la equidistancia. Sobre todo porque no se entiende que los mismos que aprobaron en 2007 una ley que regulaba el derecho a la reparación moral y a «obtener una declaración de reparación» para víctimas de la represión franquista, se conformen ahora con el mero recuerdo. Lo dicho, España es un país de contradicciones donde quienes obligan a unos a presentar credenciales democráticas mediante la condena de periodos históricos que le son ajenos, se conforman con que otros alardeen de que aquella «lucha» abrió esta «oportunidad», sin detenerse en el orden de las frases ni en si le faltan complementos que las saquen de la ambigüedad y el Pleistoceno.

Si se trataba de celebrar oportunamente, hagámoslo. Pero celebremos lo que es, y no lo que no es -la conquista de la libertad-. Sólo a partir de ahora, y de ahí el monumental reto al que se enfrenta nuestra sociedad y el próximo Gobierno de Rajoy, sabremos si hemos conquistado la libertad o si nos conformamos con entenderla como una concesión, en cuyo caso renunciaríamos a ella para siempre.

Por Javier Redondo, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III de Madrid.

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