El malestar de las ciudades

En 1937, la compañía petrolera Shell contrató al diseñador industrial Norman Bel Geddes para una campaña publicitaria. Famoso por sus diseños innovadores y estilizados, tenía que imaginar la ciudad del futuro. Evidentemente, debía ser un espacio en el que los vehículos tuvieran protagonismo e imaginó un modelo que nos resulta familiar: un centro con grandes rascacielos conectado con unos extensos suburbios de viviendas unifamiliares gracias a una enorme red de autopistas, las magical motorways. El proyecto no cuajó, pero Bel Geddes no tiró sus dibujos a la basura. Dos años después, General Motors patrocinaba un pabellón en la Exposición Universal de Nueva York y las maquetas de Bel Geddes encajaban estupendamente. Se llamó Futurama. Los visitantes, aún tocados por el crack del 29, se entusiasmaron por ese horizonte de movimiento y prosperidad que revitalizaría la economía.

La previsión de Bel Geddes se cumplió. En realidad, las ciudades estadounidenses llevaban centrándose en el coche desde los años veinte: modificaciones legales, desinversión en el transporte público o derribo de barrios enteros. Era una las principales señales de estatus y el rito de paso de los jóvenes. Era independencia y bonanza. El cine o la publicidad unían coche y éxito. Sin movilidad, no había trabajo, formación u ocio. Ni sexo. Es importante pensar que Estados Unidos tuvo tres traumas en los setenta: la derrota en Vietnam, el Watergate y la crisis del petróleo. Si no había gasolina, todo se paraba.

En Europa, la ciudad del coche se sobrepuso a la ciudad burguesa del XIX y las magical motorways enlazaron con los amplios bulevares o los sustituyeron. Ya no era importante ver y dejarse ver, sino desplazarse. El vehículo secuestraba espacio creando un nuevo mapa de vías y aparcamientos. Se construían vías de circunvalación y radiales con las que se podía huir a una periferia que también había que conectar. Las ciudades parecían crecer, pero se hacían más pequeñas. Siempre hacían falta más infraestructuras. El movimiento creció exponencialmente cuando las ciudades se conectaron masivamente. El cielo y el mar también se llenaron de magical motorways que trasladaban materias primas, productos y personas. Más movimiento, más infraestructuras para facilitarlo. También circulaban la información o el dinero. Sobre todo, cuando pudieron hacerlo virtualmente por redes que asumieron la semántica de las magical motorways. Todo conectado. Todo en movimiento. Los nodos que articulaban esa circulación constante recibieron el nombre de ciudades globales. Todo el mundo quería ser una y las que lograban serlo competían entre ellas para captar flujos. Las ciudades se vendían. Nadie quería quedarse fuera.

Por lo menos, hasta ahora. Esas ciudades diseñadas para el movimiento comienzan a dar síntomas de extenuación porque su inserción dentro de esa red hace que sean urbes más para los que llegan que para los que viven allí. La obsesión por captar flujos hace que las puertas de entrada y salida sean muy grandes para no quedar fuera de cobertura, pero no se presta la misma atención al ecosistema interior. Quizá, los elementos más visibles del malestar de las ciudades sean los conflictos en torno al turismo masivo o el tráfico. Las urbes tratan de desconectarse. Movimiento ya no es prosperidad, sino suciedad, ruido o contaminación. Incluso, precariedad. En el primer caso, las administraciones locales rechazan proyectos, limitan infraestructuras o restringen llegadas. En el segundo, delimitan su espacio, lo que provoca enfrentamientos con el área urbana. No es extraño que las ciudades globales opten por opciones políticas distintas a las de su territorio. Tienen distintos intereses.

Pero el ejemplo más claro es la vivienda, donde las facilidades que se ofrecen a esa inversión que circula y que hay que captar contrastan con las dificultades que tienen sus habitantes. En Los Ángeles, la ciudad que mejor encarnó el sueño de Futurama, el precio medio de una unifamiliar se ha doblado en los últimos 10 años y comparte con San Francisco un aumento descontrolado de las personas que no pueden acceder a una vivienda. En Ámsterdam, casi una de cada tres casas es propiedad de inversores privados. París, la ciudad europea donde la vivienda es más cara, ha perdido 400.000 habitantes en 50 años y, como las anteriores, también trata de tomar medidas para limitar los precios.

Madrid, pese a su enorme expansión urbanística, apenas tiene un 3% más de población que en los setenta. Los habitantes se desplazan a la periferia porque el centro está a disposición de estos flujos. Para vender una ciudad, hay que desposeer de ella a sus ciudadanos. Londres o Barcelona también han tenido una fuga local. En la última, una de las más activas en el control del turismo, más de la mitad de los residentes ha nacido fuera de la ciudad. Deberíamos estar atentos a esta evolución más allá de eslóganes o miradas a corto plazo porque nuestro modelo se basa en la forma urbana y en las relaciones que allí se dan. Las ciudades globales están cansadas. Piden su derecho a la desconexión.

Jorge Dioni López es periodista y escritor, autor de La España de las piscinas. (Arpa).

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