El malestar de los agricultores

Si hay un sector de actividad donde se concentran todas las grandes tensiones de nuestro tiempo, ese es el agrario. Y no solo en España, sino en todos los países de la UE, y en muchos otros del planeta.

Pueden citarse algunos ejemplos de ello: los efectos del cambio climático, la volatilidad y caída de los precios agrícolas, la creciente apertura de los mercados, el dominio implacable de las grandes cadenas de distribución, las consecuencias de las guerras comerciales, el creciente aumento del coste de los insumos y de la mano de obra, la especulación financiera en los mercados de futuro, los efectos disruptivos de la robotización/digitalización o el acaparamiento de tierras por los grandes fondos de inversión (uberización).

Otros ejemplos son el imparable proceso de urbanización, la reducción de la superficie cultivable, el envejecimiento de la población, las dificultades de los jóvenes para afrontar el relevo generacional, el abandono de los pequeños núcleos rurales, la desigualdad social y económica (especialmente, en el caso de las mujeres), los cambios en la demanda de alimentos y en el modo de consumirlos, el cambio cultural respecto a la explotación de los recursos naturales o el bienestar de los animales.

Todos esos elementos del cambio global están muy presentes en el medio rural, lo que convierte a la agricultura en una caja de resonancia. Al ser una actividad desarrollada fundamentalmente en empresas pequeñas y medianas, donde impera la dispersión en el territorio y la atomización, es lógico que el impacto del complejo proceso de cambio que vive la sociedad en las primeras décadas del siglo XXI tenga efectos de especial gravedad en los agricultores.

Las políticas agrarias, que han representado una importante fuente de renta y una valiosa red de seguridad, se muestran hoy cada vez más insuficientes e ineficientes para que los agricultores puedan afrontar con garantía los problemas del presente y los retos futuros. Es cierto que dichas políticas son necesarias y que se modifican para adaptarse a los cambios sociales y económicos, como lo viene haciendo la política agraria común europea (PAC) en sus reformas sucesivas. Pero también es cierto que el ritmo de esos cambios es tan acelerado, que las políticas suelen quedarse atrás, y los agricultores se ven arrastrados por una ola que los zarandea y los coloca en situaciones que no comprenden y que se resisten a aceptar.

Eso explica el malestar que muestran, reclamando ser escuchados por la sociedad y atendidos por los poderes públicos. Esta vez no es una protesta contra nadie en concreto, sino un grito de desesperación ante lo que entienden no es justo, y ante lo que creen es una seria amenaza para el futuro de los modelos agrícolas y ganaderos vinculados a los territorios.

Es una amenaza que no solo la perciben los pequeños agricultores, como ha sido lo habitual al ser el grupo más vulnerable. También la sienten ahora los agricultores con explotaciones de mediano tamaño al ver cómo se reduce cada vez más su viabilidad en la actual coyuntura.

Sin embargo, la complejidad de sus problemas es de tal magnitud, que exige unidad de acción por parte de todo el sector al ser inviable afrontarlos cada agricultor o cada organización por separado. Eso explica que la actual protesta esté siendo unitaria de las tres grandes organizaciones agrarias (Asaja, COAG, UPA), ya que sus bases sociales están formadas por agricultores que, con independencia de su diversidad, comprueban día a día las dificultades de sacar adelante sus explotaciones. Pero también es necesaria la unidad en torno al Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación si se quiere que la voz del sector pueda ser canalizada a otros ámbitos de la acción política. No hay que olvidar que la solución a sus problemas depende de la implicación de otras áreas ministeriales y de lo que se decida en instancias de la UE.

La protesta agrícola es, en definitiva, el síntoma de un malestar que nos interpela a toda la sociedad, en la medida en que la agricultura es un sector estratégico. Sus problemas deben preocupar a todos los ciudadanos, ya que de los agricultores depende la calidad y seguridad de los alimentos que consumimos, la preservación de los paisajes, la conservación de nuestro patrimonio cultural, el cuidado de los espacios naturales y el dinamismo social y económico de los territorios rurales.

No siempre estamos de acuerdo con sus reivindicaciones y no siempre resulta factible lo que reclaman. También criticamos las actitudes conservadoras y la escasa voluntad que, en muchos casos, y salvo excepciones innovadoras, muestran los agricultores para organizarse mejor y así afrontar los desafíos que tienen por delante. Es más fácil buscar culpables fuera que soluciones dentro.

Pero es un deber moral escuchar a los agricultores por lo mucho que les debemos y por lo que nos han dado y nos siguen dando. En la canción de Víctor Jara Y tu padre ¿qué hace?, uno de los personajes cuyo padre es agricultor, le contesta diciendo: “Sabe de plantas y de animales / y de cosechas y de frutales. / Es un oficio más importante que hacer palacios como gigantes. / Mi padre dice que no habría nada / sin que la tierra fuera sembrada”. Pues eso. La agricultura es necesaria. Escuchemos a los que la practican.

Eduardo Moyano Estrada es catedrático de Sociología Rural. IESA-CSIC.

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