El malestar en la cultura

Exactamente un siglo atrás, Freud escribía al pastor Oskar Pfister: “La evidente brutalidad de nuestros tiempos pesa sobre nosotros”. Su adorada hija Sophie acababa de morir víctima de una peste, la mal llamada gripe española. Diez años después publicaba El malestar en la cultura, un libro menospreciado como un texto más sociológico que psicoanalítico, meras especulaciones del estilo tardío del maestro vienés. En ese texto, como haría Walter Benjamin otros 10 años más tarde, Freud anunciaba de algún modo el lado B de la cultura, su cara oscura. Mientras el filósofo desnudaba el reverso de barbarie que anidaba en todo documento de cultura, el psicoanalista diseccionaba el mecanismo gracias al cual el descontento y la insatisfacción eran una consecuencia necesaria y no aleatoria de la naturaleza cultural de nuestra especie.

Freud tenía con la lengua alemana —al igual que Benjamin y Kafka— un vínculo que la subvertía desde la impronta de su judaísmo laico, una relación tensa e incómoda que subrayaba su radical extranjería frente a la cultura que habitaban. Quizás ese modo extranjero de pensar fuera lo que les permitió la distancia justa para pensar más allá de aquellos demasiado imbuidos de su pertenencia cultural.

El malestar en la cultura fue publicado en un contexto que justificaba el pesimismo —o el crudo realismo— que lo había alumbrado: la crisis económica se generalizaba y la Bolsa de Nueva York caía mientras Freud entregaba su manuscrito al editor. En Europa, Hitler iniciaba su vertiginoso ascenso.

En ese texto sombrío y a la vez luminoso, Freud describía tres fuentes del sufrimiento que nos acicateaba: las debilidades de nuestro cuerpo, el carácter indomeñable del mundo exterior, (el infierno de) los otros. Y a la vez detallaba las estrategias de las que nos valíamos para dar cuenta de nuestra intemperie, desde la huida radical de la realidad encarnada en la psicosis, pasando por el consumo de tóxicos u otros quitapenas para hacerla soportable, hasta el precio que pagamos la mayoría por nuestra naturaleza cultural, la neurosis nuestra de cada día.

¿Cuánto permanece de aquello 90 años después? Ya antes de la pandemia, nuestra especie se encontraba en medio de una mutación fenomenal, convirtiéndose en digital cuando antes era analógica, desligando las identidades sexuales de sus enclaves corporales o pensando nuevos modos de agrupamiento familiar frente a los cuales los modelos de un siglo atrás tenían en común apenas el nombre. Donde antes había represión victoriana, hoy hay un libre juego en torno a lo sexual, donde a menudo se impone un mandato inverso: el de gozar de todo, a como dé lugar.

Los tóxicos que Freud podría haber imaginado mientras escribía (absenta, opio, hachís) resultan rústicos ensayos frente a las eficaces drogas de diseño o los ansiolíticos de uso diario naturalizados en nuestra cultura. La cocaína —­en la que Freud mismo fue pionero— ha hecho también su camino. Los grandes relatos que ordenaban el mundo en la escena de escritura de El malestar han cambiado también… ¿tanto? El marxismo en tanto práctica política ascendente —cuestionado por Freud— se ha estrellado, pero proyectos populistas de derecha e izquierda se enseñorean en las democracias occidentales. Mientras tanto, el cristianismo hegemónico en Europa ha dado lugar a una mayor dosis de laicismo, pero también a su contracara, el resurgimiento de corrientes fundamentalistas de variado pelaje. La severa depresión a la que se encaminaba el mundo en 1930 quizás no sea demasiado distinta de la que pareciera aguardarnos cuando la pandemia sea cosa del pasado.

En la escritura de El malestar estaban presentes los estragos de la peste o los de la Gran Guerra. Hoy nos ocupa otro virus, pero los conflictos de baja intensidad donde los drones han reemplazado a la infantería y los misiles a los gases tóxicos probablemente den lugar a fenómenos como los que Benjamin describiera en los soldados que venían del frente, mudos, incapaces de poner en palabras su experiencia. No solo se derrumbaba Wall Street, sino la misma noción de experiencia, esa que el psicoanálisis rescataba hasta hacer corazón y hueso de su práctica.

Sí ha mutado la cultura, quizás, haciéndose más refractaria al malestar. Un paradigma de las superficies ha desplazado al de la profundidad (y recordemos que el psicoanálisis surgió asimilado a una psicología de las profundidades) mientras la nuevas generaciones se extrañan de los morosos hábitos de la lectura o la disciplina del pensamiento. Donde antes había preguntas, proliferan respuestas que prometen curas milagrosas a la incertidumbre; donde antes lo fallido gozaba de cierto prestigio, hoy nos afanamos en cegarlo con objetos de consumo; mientras antes había lugar para la palabra extranjera, hoy la xenofobia no cesa de crecer.

Pese a eso, el desajuste radical que nos habita en tanto miembros de la especie humana, el precio que pagamos por ser sujetos del lenguaje y la cultura, no ha variado en verdad demasiado. Se añora, eso sí, un espacio que rescate la fertilidad del malestar, ese que podría hacer nuestras vidas más vivibles y nuestros tiempos menos brutales.

Mariano Horenstein

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