El malo simbólico

Quizá sea porque nos lo inculcaron cuando éramos niños, por influjo de los cuentos de nuestra infancia, de las películas del Oeste o, más recientemente, de los juegos de la Playstation… Lo cierto es que el concepto de «los buenos y los malos» queda muy pronto anclado en el imaginario infantil. Sin embargo, de alguna manera, ese lenguaje en blanco y negro, envuelto en recuerdos y pesadillas de nuestros primeros años, continúa sirviendo de plantilla a nuestro comportamiento a la hora de actuar cuando deberíamos saber que las fotografías tienen colores y las películas ya no se ruedan en celuloide.

Las organizaciones humanas y los países, como su máximo exponente, tienden a replicar de forma inconsciente ese concepto binario. En el caso de España, la historia demuestra que solo la existencia de un «malo simbólico» parece ser capaz de contrarrestar nuestra innata tendencia centrífuga. Nada contribuyó más a labrar la unidad de Castilla y Aragón que la presencia en nuestro suelo de los invasores árabes –«malo simbólico» de aquellos celtíberos medievales–, quienes, a su vez, acabaron mal, llevados por una pasión centrifugadora que los había convertido en reinos de Taifas y que aún los persigue. Ya en el todavía cercano siglo XX, fue el prolongado régimen de Franco el que, involuntariamente, actuó de «malo simbólico» e hizo posible que tirios y troyanos amantes de la libertad unieran sus fuerzas, olvidando sus diferencias históricas, hasta conseguir que todos marchásemos unidos por la senda constitucional. Desaparecido el «malo simbólico» generador de esa fuerza centrípeta, creímos haber vencido a nuestros tradicionales demonios. Éramos demócratas, viajábamos libremente, protagonizábamos la liberación de la mujer, pronto fuimos europeos, sustituimos las pesetas de nuestra olvidada pobreza por el euro de nuestra recién adquirida riqueza, y no tardamos mucho en convertirnos en la séptima potencia mundial. Vivíamos en paz y nos emborrachábamos libando –eso sí, con demasiada frecuencia– la copa del explosivo cóctel del consumo. Sin embargo, no caímos en la cuenta de que nos habíamos quedado sin «malo simbólico», nos olvidamos de que las nuevas generaciones de españoles ni siquiera lo habían conocido.

Cuando nos contagió la terrible epidemia de la crisis, surgieron múltiples voces proponiendo diversas medicinas. Sin saberlo, estábamos buscando un «malo simbólico», pero ¡ay!... La crisis y sus protagonistas principales no tienen cara, y los que la tienen miran para otro lado. Un «malo simbólico» que se precie ha de tener rasgos reconocibles, una cara que abofetear. Inconscientemente, buscamos al «malo» en Europa: nos asfixian, nos humillan, a por ellos… Pero ese «malo» también era bueno a veces y, si bien nos recetaba dolorosos tratamientos, de hecho había aceptado prestar enormes cantidades de dinero a nuestros bancos para estabilizar nuestra maltrecha economía y, de vez en cuando, nos daba palmaditas en el hombro cuando hacíamos los deberes bien. El euro tampoco valía, era demasiado abstracto, y además… mejor no. La única solución era convencernos de que aquí el «malo simbólico», la escollera de todas las mareas, no podía ser otro que el Gobierno. Y los viejos demonios empezaron a mostrar sus hocicos. Daba igual lo que el Gobierno hacía mal –muchas cosas– que lo que hacía bien –algunas–, para eso era el «malo simbólico» aunque hubiese sido elegido por la inmensa mayoría de los españoles. Pero algo ha fallado, porque el concepto del Gobierno como «malo simbólico» no ha llegado a cuajar en la mente de todos los españoles, y digo bien, en la de todos. De unos sí, pero de otros, no. Esa fuerte discrepancia se ve en los partidos políticos, en los gurús, en los economistas, en los politólogos, en los medios de comunicación, en las encuestas de opinión, en las tertulias mediáticas, en los taxis y hasta en los bares. En definitiva, el Gobierno no vale como «malo simbólico» del conjunto de España.

Hay que reconocer a Artur Mas y a sus socios el mérito de haber convencido a muchos de sus ciudadanos de que el verdadero «malo simbólico» de los catalanes es y debe ser la Constitución, cargada de defectos y hostil a Cataluña (?), representada por Madrid, rompeolas de todas las tormentas, y encarnada en el Gobierno central. Bueno, no sé si se dice central, o nacional, o del país, o de la nación, de España, o del Reino de España… (Pido disculpas, esta duda lingüística no me surge cuando me refiero al Gobierno de ningún otro país, Spainisdifferent). El caso es que Cataluña ha encontrado su propio «malo simbólico» y todos los demás estamos aquí con estos pelos.

No me siento different, a mí me gustaría ser como los demás, aunque acepto de buen grado que otros son más altos que yo, física e intelectualmente. Me siento española, europea y ciudadana del mundo, todo a la vez, y me declaro partidaria de las identidades múltiples que a lo largo de mi vida he logrado incorporar, esas identidades múltiples tan magistralmente definidas por Amin Maalouf en un ensayo sobre este tema cuya lectura recomiendo vivamente por su extrema actualidad. Amo la libertad, soy demócrata, disfruto como quien más la diversidad de la naturaleza, de las lenguas y de las culturas, adoro compartir y ayudo cuanto puedo, creo en el diálogo sincero como modo de limar las diferencias entre seres civilizados y detesto la violencia, cualquier violencia, porque nada me parece más importante que vivir libre y en paz, tanto en el ámbito personal como en el social. En fin, ahora ya conocen mi credo y habrán deducido que prefiero la convivencia amistosa a la coexistencia forzada, que antepongo la sonrisa al ceño fruncido y el abrazo al escupitajo. «Si uno no quiere, dos no se enfadan», dice el siempre sabio refranero popular.

Cuando todos los países buscan unirse, incluso con un océano de por medio, para lograr un mejor asiento en el patio de butacas de este mundo globalizado, y veo que nosotros, todavía con tantos y tan graves problemas por resolver, vamos contra la corriente de la historia, sinceramente llego a la conclusión de que urge que encontremos un «malo simbólico». Y tiene que ser tan malo, tan malo, que nos una a todos los españoles en nuestra maravillosa diversidad.

Por Milagros del Corral, asesora de organismos internacionales.

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