El mando irreal en el Ejército

Hay un tema que la Constitución no ha resuelto bien. Si su artículo 97 establece que el Gobierno dirige la Administración militar y la defensa del Estado, no es fácil entender que el artículo 62.h) atribuya al Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Ciertamente, ese mando no es efectivo porque el Rey no es un poder del Estado, no está sujeto a responsabilidad y sus actos han de ser refrendados por un miembro del Gobierno. Pero la proclamación constitucional es demasiado rotunda, sin matices, y puede incluso llevar a confusión.

En la Constitución de 1812 la facultad de mandar los Ejércitos se atribuyó más al titular del Poder Ejecutivo que a la persona del Monarca. En las Constituciones isabelinas y en la de 1869, esa facultad se modulaba mediante una facultad más sutil, propia en cualquier caso del Poder Ejecutivo: “Disponer de la fuerza armada”. Fue en la Constitución de la Restauración, en 1876, donde emergió la atribución regia como ahora se conoce: “Tiene el mando supremo del Ejército y la Armada y dispone de las fuerzas de mar y tierra” (artículo 52). Ahí empezó a formarse la figura del Rey-soldado que tan negativas consecuencias tuvo durante el reinado de Alfonso XIII.

Que esa controvertida atribución reapareciera en la Constitución de 1978 debe interpretarse como una de las concesiones que hubo que hacer a los poderes dominantes durante el franquismo, si bien fortaleció la posición del rey Juan Carlos en momentos de crisis como el 23-F. Precisamente, la actuación del anterior Monarca durante el fracasado golpe de Estado llevó a algunos juristas a formular una exégesis expansiva de esa atribución regia, exégesis incompatible con la posición del Rey en una Monarquía parlamentaria.

Actualmente es poco defendible que el Rey siga ostentando esa atribución. Es una proposición incierta, pues realmente no dirige las Fuerzas Armadas ni puede hacerlo quien es jurídica y políticamente irresponsable. En el derecho constitucional no es inusual el empleo de ficciones pero una cosa es la ficción en la literatura y otra en el derecho, porque en el mundo jurídico es difícil que no tenga consecuencias.

¿Qué puede aportar la ficción de un mando irreal de las Fuerzas Amadas? Primeramente, evoca situaciones históricas poco edificantes, cuando Alfonso XIII mandaba los Ejércitos interpretando expansivamente sus atribuciones constitucionales (alguna anécdota cuenta el conde de Romanones en sus memorias), lo que contribuyó a agudizar la crisis de la Monarquía. En segundo lugar, una proposición constitucional tan rotunda no se limita, como se ha dicho alguna vez con humor, a una función honorífica: el último tomo de los diarios de José Bono narra situaciones significativas a propósito del nombramiento de ciertos mandos. En tercer lugar, porque en democracia el mando de los Ejércitos sólo puede corresponder a quien tiene la confianza parlamentaria, el Gobierno.

Además, no prestigia a la Corona que la opinión pública perciba que el Monarca mantiene una relación especial, privilegiada, con un sector de funcionarios del Estado, cuando el Rey lo es por igual de todos los españoles. Esa imagen puede llevar a la creencia, sin duda incierta, de que los militares o, al menos, los que coincidieron con el Rey en las academias militares, tienen cierta influencia o son más escuchados que otros ciudadanos. La realidad sin duda no es esa, pero la imagen existe y se acentúa incluso cuando uno de los primeros actos del nuevo Monarca fue la salutación a las Fuerzas Armadas y a la Guardia Civil (pero no al Cuerpo Nacional de Policía), y cuando en el discurso de la Pascua Militar el Rey se dirigió a sus compañeros.

Cuando en la próxima legislatura se inicie la inevitable reforma constitucional esta atribución regia debe replantearse de la misma manera que la ubicación sistemática del artículo 8º (que describe la posición de las Fuerzas Armadas), que ha de situarse en el título dedicado al Gobierno como órgano constitucional que efectivamente las dirige. El Rey es el Rey de todos los españoles. No debe tener relaciones privilegiadas con ningún sector profesional o grupo social porque la imagen de unidad que representa la Corona se resquebraja cuando el ciudadano percibe que el jefe del Estado está especialmente próximo a una parte de los funcionarios.

Javier García Fernández es Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

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