La Comunidad de Madrid ha sufrido 2.500 manifestaciones en 2012; y cada día, 7 de ellas en el Centro; lo cual supone, sumadas las huelgas, una pérdida de 1.748 millones de euros a la Comunidad y una reducción de 23.780 puestos de trabajo (Ignacio González); y, en estas cifras, no se contabilizan los retrasos irritantes vividos por los conductores, incapaces de llegar con puntualidad a sus destinos. Los ministerios, ayuntamientos y presidencias principales, destinatarios de las quejas multitudinarias, se sitúan, lógicamente, a la vera de las vías principales, Gran Vía, Alcalá, Cibeles, Neptuno, Castellana y Paseo del Prado. El colapso circulatorio consecuente, especialmente en dicho centro, elegido por los manifestantes para, además de hacerse ver y oír, molestar al máximo, castiga a nuestra capital con el descrédito de su habitabilidad y el desmerecimiento de su prestigio.
La intercomunicación, fluida y espontánea entre ciudadanos, semillero esencial de los coloquios creativos y el aprovechamiento de un tiempo siempre escaso, generan el caudal inteligente de la urbe. Madrid, y, por contagio, España, sufre agresiones diarias, entorpecedoras del proceso, que resultan muy caras.
Nuestra capital goza, en contraste, de su habitual situación privilegiada –geografía, clima, luminosidad y baja densidad poblacional de su entorno regional– garantías de su accesibilidad invitadora a niveles aéreo y terrestre. Si se la proveyera del pertinente manifestódromo central, independiente, funcional e incontaminante, sus características positivas, bien administradas, la convertirían en el corazón palpitante, creador de futuro, de nuestro Sur continental.
Europa, orgullosa de su pretérita primacía cultural e histórica, es consciente de su presente. Emilio Lamo de Espinosa, en concisa y brillante «Tercera» del 14 de diciembre, describe su trayectoria, de indiscutible protagonismo, global y sustantivo, incluida la primera mitad del siglo XX, hasta su actual papel adjetivo, reducido a regional, en el gobierno del futuro. «De ser el 33% del PIB mundial en la época dorada de la Revolución Industrial, ha descendido a un 20% aproximadamente, y sigue descendiendo». De asomar, orgullosa, su perímetro activista al Atlántico a verse postergada por la vitalidad creciente de los habitantes ribereños de los océanos Pacífico e Índico.
Pero su afán de superación se mantiene vivo: así se aprecia en la modernización respetuosa de todas y cada una de las ciudades, escenarios fertilizados de su capacidad creativa. París, Berlín, Londres, Múnich,… lucen un marco que, recuperado de sus heridas bélicas, se ofrece como emporio incomparable a la ideación inteligente y amena, orientada a un fructífero mañana de nueva universalidad: Europa quiere estar ahí y Madrid no debe quedarse atrás, así que ha de reinventar y reordenar su suelo urbano.
Gallardón dio un gran paso adelante –discutido y caro– con el planeamiento y la construcción de sus vías circundantes, M30, M40, M45, M50. Son estas las que evitaron, en parte, el uso del corazón central y de sus vías servidoras, como atajos diametrales entre barrios perimetrales. Además, enriquecieron los aledaños al acercarlos entre sí. Pero la cohabitación, en superficie abarrotada, del peatón y el automóvil (molesto invasor por su implacable aumento) contaminante y ensordecedor, horterizó el cuerpo neurálgico de la ciudad. Gran Vía y Alcalá vieron devaluado su estatus comercial.
Europa, consciente de su comentado devenir, ha aplicado tecnología y sensatez en la actualización de sus centros históricos al recuperar la cercanía, el contacto visual, oral y sereno entre los ciudadanos de a pie, perdidos en las macropromociones del siglo XX, inconexas a nivel 0.00. El fragor, el gigantismo volumétrico, categórico y nítido, la desaparición del pormenor, del bajorrelieve virtuoso, gestos todos ellos adecuados a la visión sintética de circulantes acelerados sobre cuatro ruedas, habían restado del ambiente la intimidad comunicativa entre sus paseantes. Hoy, el ciudadano, ávido de las amables vivencias que ilustraron la urbe decimonónica, añora la caricia jardinera, el mimo decorador del rincón tertuliano, la habilitación amena del espacio público, y lo pretende en exclusiva para disfrutarlo a ritmo de amor itinerante, aperitivo, reflexión, discusión y copa.
Es decir, hay que adjudicar a los hombres, que ven, juzgan, conversan y piensan cuando tienen los pies en el suelo, el suelo, a nivel principal, que sus zapatos pisan, en el que ejercen como personajes cosmopolitas, a cambio de la inmersión a sótano del que hollan las ruedas sobre las que viajan quienes no piden paisaje, porque no miran, porque sólo tienen prisa; les basta con llegar y está claro que en el centro, hoy, no hay quien llegue.
Me estoy repitiendo pero es que quiero que los que me aguanten y me lean se enteren.
Y entro a opinar sobre las manifestaciones. El acercamiento masivo entre personas cuya consigna oral y discursiva es común y homogénea crea un estado de euforia colectiva, de entusiasmo conquistador que asusta o acobarda al que gobierna o, en caso de aplauso, le anima a alcanzar sus objetivos, tan rotunda y democráticamente proclamados. Es decir, la manifestación, conversación tensa y extrema entre el pueblo y los mandos, es legítima y conveniente. Pero su acción y presencia deben circunscribirse a espacios concretos que no interfieran con los ritmos de acercamiento entre los distintos barrios y no atenten a la tranquilidad deseable para la convivencia ciudadana.
A lo largo de 2010 y 2011 publiqué una serie de artículos («Agorafilia en La Gran Vía», El Mundo; «Gallardón, tu verás», ABC; «Una caricia a La Gran Vía», ABC, etcétera) en los que proponía la creación de un doble nivel, peatonal en superficie, motorizado en el subsuelo, a lo largo y ancho de los dos ejes circulatorios que estructuran la cruz axial madrileña: la Gran Vía desde La Plaza de España hasta su confluencia con Alcalá y Alcalá hasta superar Cibeles; la Castellana y el Paseo del Prado hasta Neptuno.
El primero debía resolverse con un túnel de doble dirección que, evitado, gracias a los circuitos gallardónicos, su uso, por automóviles cuyo destino no fuera La Gran Vía, diera acceso a un gran aparcamiento subterráneo (más de 2.000 plazas). Este servicio imprescindible ayudaría a la financiación de la obra –y reduciría las cifras denunciadas por Ignacio González–. Además, sus ramales incorporarían los estacionamientos ya existentes, descargando la presión circulatoria de los barrios correspondientes.
El segundo se solventaba con la inmersión a cielo abierto del flujo circulatorio NorteSur, desde Colón a Neptuno, permitiendo, con puentes peatonales estratégicamente repartidos, la comunicación, a nivel ininterrumpido, del hombre a pie entre ambos jardines lineales este-oeste, Castellana-Prado. Los corredores circulatorios laterales resolverían, como hasta ahora, el acceso a las edificaciones, viviendas, hoteles y museos, anejos al gran eje central y el ciudadano haría visualmente suyo el elegante y frondoso parque urbano que acoge a nuestros importantes museos.
La descrita puesta al día de nuestra ciudad, ya muy actualizada por la atención de sus últimos alcaldes, la situaría en la vanguardia europea, en un Cielo urbano que nos animaría a seguir soñando. La rentabilidad funcional amortizaría a corto plazo el costo en salud, dinero y horas que hoy, aunque enfadados, desenfadadamente despilfarramos. En vez de desintegrar y herir, sumemos.
Miguel de Oriol, doctor arquitecto. Académico de número de la Real de Bellas Artes.