El Manifiesto de la Lengua Común

Pueden existir, en un país democrático, zonas de su territorio en que gobiernen partidos totalitarios que impongan a todos los residentes políticas totalitarias? La respuesta, desde la perspectiva de la Ciencia Política y del Derecho Constitucional, no podría ser más que negativa. Un país no puede ser en parte democrático y en parte no, no puede haber unos derechos para algunos de sus nacionales y para otros no. La cuestión es tan clara que ningún jurista o científico de la política la pondría en duda. Pero como la realidad supera cualquier teoría, no hay más remedio que contestar finalmente que sí, que es posible, en razón del ejemplo aberrante que constituye hoy la España constitucional.

En efecto, así es desde el momento en que existen algunos territorios en que no sólo se priva del derecho reconocido por la Constitución de hablar, estudiar y relacionarse en castellano, lengua oficial y común del Estado, sino que además se obliga a hacerlo en otra lengua, aunque sea cooficial en la Comunidad Autónoma en la que se hable. De este modo, se están violando varios derechos reconocidos en la Constitución, cuando se impone a todos, los que estén de acuerdo y los que no, una política de corte totalitario. En Cataluña, en el País Vasco, en Galicia y en Baleares, actualmente, sus Gobiernos respectivos, formados por coaliciones de nacionalistas y pseudonacionalistas, están violando claramente, por supuesto, con su política lingüística, el artículo 3 de la Constitución. Pero es que, además, también están conculcando otros derechos fundamentales reconocidos en la Constitución, a causa de su imposición de que la enseñanza sea en una lengua que no es la oficial del todo el Estado y que no se ha elegido voluntariamente.

Se atenta así, en primer lugar, contra el artículo 14 que establece que todos los españoles son iguales ante la ley y, por tanto, ante la Constitución, que establece el derecho y el deber de todos los españoles a conocer y usar el castellano o español. Y afecta, de igual modo, al artículo 27, el cual señala que la educación tiene por objeto «el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de la convivencia y a los derechos y libertades fundamentales», enseñanza que debe hacerse en la lengua oficial del Estado, como idioma vehicular y, asimismo, si lo desean los padres, podrán estudiar también, en su caso, las otras lenguas cooficiales, pero nunca de forma impuesta, sino de manera voluntaria. Así se desprende del artículo 148.1.17, al establecer que es competencia de las comunidades autónomas, según lo establezcan los estatutos, «la enseñanza de la lengua de la Comunidad Autónoma», y no la «enseñanza en la lengua de la Comunidad Autónoma», como abusivamente se ha interpretado.

Esto es lo que dice la Constitución y lo que debería regir, puesto que es la primera de las normas del Estado y están obligados a su cumplimiento todos los poderes del Estado. Sin embargo, sabemos que no ocurre así, que los gobiernos nacionalistas han ido ganando terreno, poco a poco, hasta llegar a invertir los términos de lo que afirma la Constitución. Es más: estos partidos que defienden -ilegalmente- el derecho a poder decidir su futuro -sean vascos, catalanes, gallegos o baleares- para poder separarse o no del resto del Estado, como irresponsablemente reconoció a los vascos el propio presidente del Gobierno, no son capaces, sin embargo, de utilizar el mismo criterio para que los que viven en sus respectivos territorios puedan también decidir en qué lengua quieren trabajar o que estudien sus hijos, ya que si fuesen consecuentes habría que recordarles que el que puede lo más, también puedo lo menos.

Pero los neototalitarios que están hoy en los gobiernos de esas comunidades autónomas saben perfectamente que la imposición y el predominio de la lengua es el mejor instrumento que existe para llegar a su sueño secesionista, aunque sea pisoteando los derechos de muchos de los españoles que viven en ellas. Piensan, aunque no lo digan, que no es el espacio quien define la lengua, sino que es la lengua quien define su espacio, porque no deberíamos olvidar que es la lengua precisamente, en razón de su infinita capacidad generativa y de su papel de ser el vehículo de las representaciones colectivas, un instrumento que aparece para los neototalitarios como el mejor soporte de su sueño en la búsqueda del poder absoluto.

A través de la lengua autóctona no sólo quieren obtener el predominio del poder en el futuro, sino asimismo, mientras tanto, múltiples ventajas para los que viven en el territorio respectivo, fomentando así una estúpida endogamia en todos los ámbitos. Yo he tenido la oportunidad de comprobarlo no hace mucho tiempo, con motivo de unas oposiciones a una Cátedra de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco en las que yo formaba parte del Tribunal. El día de la presentación de los opositores, sólo se presentaron dos: el candidato local y un discípulo mío. Pero ante mi sorpresa el presidente del Tribunal, que no era vasco, dijo que mi discípulo quedaba excluido de la oposición, porque no se había presentado a un examen previo para demostrar su conocimiento del euskara, requisito que se había colado ilegalmente en la convocatoria como si fuese algo natural. Como es natural, yo me negué a aceptar tamaña arbitrariedad y amenacé con marcharme del Tribunal. Al final no lo hice por no montar un escándalo, pero no sé si me equivoqué. En todo caso, formulé un voto particular contra semejante abuso, al mismo tiempo que mi discípulo presentó un recurso contencioso-administrativo que perdió, en primera instancia, naturalmente en un Juzgado vasco, recurriendo después ante el Tribunal Superior del País Vasco, el cual tampoco le dio la razón por la flagrante discriminación de que había sido objeto.

Será el Tribunal Constitucional quien finalmente decida, al haber presentado un recurso de amparo, si, a la vista de esta discriminación, la Constitución rige también en el País Vasco. Lo curioso del caso es que, de este modo, a través de la lengua, los vascos, catalanes o gallegos se aseguran muchos puestos de la Universidad o de la Administración Autonómica para ellos, mientras que si les interesan pueden concurrir también a las oposiciones de cualquier Universidad o Administración en España, sin que nadie les ponga impedimento. Me recuerdan así la conocida anécdota de aquella viejecita que, tras implantarse el Frente Popular, en las postrimerías de la II República, conociendo que se iban a expropiar todas las tierras para repartirlas al pueblo, dijo socarronamente: «Pues muy bien, porque entre las que tengo y las que me toquen en el reparto, saldré ganando...».

Lo lamentable del caso es que hemos pasado de la situación totalitaria del franquismo, con su lema de «hablad la lengua del Imperio», a una balcanización lingüística en la que ahora se quiere desterrar la lengua oficial del Estado de las escuelas y de las Universidades. Todos estos supuestos me parecen una enorme majadería en la que se están desorbitando las cosas. Por supuesto, el culpable de la presente situación no es el actual Gobierno o, mejor dicho, no es sólo el actual Gobierno, sino que todos los gobiernos anteriores hicieron muy poco, o nada, para encontrar una solución de equilibrio en este problema.

La explicación es muy clara, y no es otra que la enorme prepotencia que han ido adquiriendo, con los años, pequeños partidos nacionalistas gracias a una absurda ley electoral que les ha convertido a veces en partidos necesarios para poder gobernar las mayorías minoritarias parlamentarias. Es más, también el Tribunal Constitucional es culpable de haber dictado sentencias que iban en contra de los derechos de muchos españoles que viven en comunidades realmente bilingües, puesto que se les ha obligado a estudiar en una lengua que no era la materna. Se ha pasado, así, de las tres horas de catalán, por poner el ejemplo de Cataluña, que estaba vigente hace 25 años, a las tres horas de castellano, que ni siquiera se cumple, como acaba de señalar un Tribunal de Cataluña,

Esta guerra de las lenguas es una verdadera barbaridad que el Manifiesto por la Lengua Común ha denunciado, por si todavía se puede poner remedio a esta política neototalitaria, antes de que sea tarde. Porque lo que está en juego, no es la preponderancia de uno u otro idioma, sino dos cuestiones fundamentales. Por un lado, que se impida a muchos españoles estudiar o trabajar en la lengua que se quiera, cuando residan en comunidades bilingües. Y, por otro, que por meras razones prácticas todos debemos conocer la lengua oficial del Estado, fomentando, al mismo tiempo, el bilingüismo en las comunidades en que exista otra lengua.

Pero para eso no es necesario modificar la Constitución, lo cual además sería prácticamente imposible en este punto, sino que bastaría con cumplir lo que dicen varios de sus artículos. El artículo 3, en el que se señala que el castellano es la lengua española oficial del Estado, por lo que todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla, siendo cooficiales las demás lenguas españolas en sus respectivas comunidades autónomas. El artículo 139, que establece que «todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado». Y, por último, el 149.1.1, que señala que el Estado tiene competencia exclusiva para «la regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales». Simplemente aplicando la Constitución no existiría ningún problema. Sin embargo, en este caso, como en otros, nos estamos aproximando a esa caricatura de Estado de Derecho que se implantó con la Restauración y que hizo decir cínicamente a Cánovas, su creador, que «España es un país de leyes rígidas que se atenúan con su incumplimiento».

Pues bien, en la actual regresión de nuestro Estado de Derecho, al menos en esta cuestión, son culpables, como digo, los distintos gobiernos que se han sucedido, el Poder Judicial que se va también balcanizando cada vez más, a pesar de que es el único poder que debe ser único y común en todo el Estado y, por último, el garante de la Constitución, es decir, el Tribunal Constitucional, que posee una jurisprudencia contradictoria, que ha fomentado sin duda este conflicto. En cualquier caso, si el Manifiesto por la Lengua Común no contribuye a detener este suicidio cultural de nuestro país, como consecuencia de una guerra absurda entre las lenguas, solo quedaría el recurso, si no prospera la proposición de ley que va a presentar Rosa Díez, de acogerse a una proposición de ley, de iniciativa popular, que fuese avalada por más de medio millón de firmas, según lo establecido 87.3 de la Constitución. Claro que para eso hace falta que los ciudadanos afectados por estas medidas discriminatorias reaccionen, pues es sabido que la democracia da también a cada uno el derecho de ser su propio opresor.

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.