El manifiesto destino de Cuba

Si nos atenemos tan sólo a la Biología, esta ciencia parece garantizar que, en los próximos años, el aumento de contactos oficiales entre Cuba y Estados Unidos asegurará un final tranquilo a los hermanos Castro, con honores militares en los entierros, respeto para los féretros y reparto de empresas públicas entre los compadres. Como en la URSS. Pero eso es la Biología: unos años, en todo caso pocos, y llegará el fin del drama del castrato, para retomar el otro, el impuesto por la Geografía, siempre vigente. Parafraseando a Porfirio Díaz, que se refería a su país, podemos repetir «pobre Cuba, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos».

Si usted se toma el nada cómodo trabajo de estudiar los registros de arribada de buques al puerto de La Habana en las décadas de 1830 y 1840, por ejemplo, sacará, entre otras conclusiones, una estremecedora pero difícil de contestar: por cada barco español que fondeaba frente al convento de San Francisco, lo hacían tres o cuatro norteamericanos, dependiendo de los años. El dato significa, llanamente, que la mayor parte del comercio cubano se dirigía a Estados Unidos o se recibía de allá. Y el dinamismo económico de la isla permitió que tuviera ferrocarril (La Habana-Güines, 1838) diez años antes que la Península. Otra consecuencia inmediata fue que la burguesía local azucarera se hiciera acérrima partidaria de la anexión al país del norte, provocando la reacción de disentimiento y protesta del patriota cubano José Antonio Saco, en artículos publicados desde una fecha tan temprana como 1848 y que componen los dos volúmenes de Contra la anexión. Y también trajo como efecto que Narciso López, aventurero venezolano combatiente en las filas realistas contra Bolívar, tras pasar a Cuba y entrar en relación con los azucareros, actuara como agente anexionista. De ahí su fallida intentona en Cárdenas en 1851; y el desembarco no más exitoso, al año siguiente, por Pinar del Río, donde lo apresaron en compañía del coronel americano Makensen, siendo fusilados ambos, como correspondía. La guerra de Secesión americana y la consiguiente abolición de la esclavitud frenaron tales entusiasmos anexionistas, nada desinteresados.

La latente presencia americana continuó hasta la rendición española, y no sólo por la protección a los insurrectos de 1868, la introducción del béisbol o la decisiva intervención bélica en 1898: dos años antes, todavía los billetes del Banco Español de la Isla de Cuba se emitían en Estados Unidos por el American Bank Note Company de Nueva York, prueba del grado de dependencia a que se había llegado: mientras Estados Unidos enviscaba a los rebeldes y preparaba un pretexto para intervenir –dado que España se negaba a venderle la isla–, la estructuración de la economía cubana como apéndice de la americana cada vez se reforzaba más, de suerte que el desarme y disolución del ejército mambí en mayo de 1899 no presentó mayores dificultades, mientras la ocupación militar –que duró hasta 1902– sostenía el carácter de semiprotectorado para el país, aunque a partir de ahí la recién nacida república con sus Estradas y Menocales, sus Machados y Batistas, nunca levantó cabeza como nación independiente. Y, por último, se pasó de Guatemala a Guatepeor y de la sujeción a España a la de Estados Unidos, y de la de estos, a la de la URSS. Y ahora, vuelta a empezar, porque en los años sin subvenciones soviéticas, después de 1990, el llamado Período Especial fue mortífero para la población, desembocando en las revueltas de 1994 y la crisis de los balseros, la fuga en masa de gente hacia el soñado «Norte» (el «Norte revuelto y brutal» de la propaganda oficial).

Un amigo cubano residente en La Habana se lamentaba, entre la fantasía y la ucronía histórica: «Y ese Martí, ¿por qué cogería tanta lucha con lo de la independencia? Ahora estaríamos en la Unión Europea». Estábamos sentados en el madrileño paseo del Prado, frente al museo, contemplando el tráfico y el bullicio de vida próspera y, al menos, externamente feliz. Por supuesto que era una simplificación fantasiosa suponer que los acontecimientos habrían sido los mismos, excepto la independencia formal del país, pero expresaba bien un deseo y una relativización intelectual de hechos del pasado que se tienen por indiscutibles. Pero las compras en Estados Unidos no se suspendieron nunca, pese al embargo, y agencias comerciales cubanas adquieren en Panamá, a través de intermediarios, alimentos, vehículos, medicinas, pagando a tocateja, claro; aunque la devolución de Caimanera-Guantánamo (ocupado desde 1898) no será una medalla que ningún presidente americano entregue a los hermanos Castro, mientras no tengan todo el país controlado por completo, como no retrocedieron el Canal a Panamá hasta que Omar Torrijos tuvo su oportuno accidente aéreo y derrocaron a Noriega por narco (¡qué sorpresa para la CIA, la DEA, el FBI!); y Guardalavaca, Baracoa, María la Gorda, Isla de Pinos, los Cayos… y tantos lugares maravillosos serán reservados exclusivos para americanos (¿alguien imagina qué quedará del país si Estados Unidos mete veinte millones de turistas anuales?). Y espero de la inteligencia de los lectores que nadie me vea partidario de continuar la situación presente. Simplemente, no hay soluciones milagrosas.

Recordar las palabras de J. A. Saco sólo produce melancolía, por lo inviable de la salida mejor y lo arduo de la buena: «Lo primero que deseo es que Cuba, libre y justamente gobernada, viva unida a España. Lo segundo, que disuelta esta unión, ora por la madre, ora por la hija, Cuba trate de conservar su nacionalidad y de constituirse en estado completamente independiente». Y sólo como epílogo a un naufragio total del país aceptaba Saco la entrega al «Norte». La pregunta es si se ha llegado a ese punto a través del arrasamiento de la economía y la desmoralización de la sociedad, por debajo de la fanfarria retórica oficialista. Con las infraestructuras en ruinas y la gente hambrienta, quien aporte capitales comprará el país entero sin oposición alguna. Labana ya no será Cái, porque los negritos de Antonio Burgos y Carlos Cano chamullarán mal inglés y no tendrán el menor gusto por entroncarse con su pasado, y menos aún con España. Claro que habrá que saber si, para entonces, lo subsistente en la Península Ibérica tendrá alguna relación con esa España que se nos va, sin que nadie intente impedirlo.

Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.

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